(Tíbet:) ´La ´marcha del regreso´´, Pilar Rahola

Ya han partido de Dharamsala, el hogar indio de la mayoría de tibetanos exiliados. Son más de 100, según las noticias, y piensan andar durante seis meses, desde India hasta Tíbet, para protestar contra la opresión que sufre su pueblo, en manos del Gobierno chino. Es uno de los muchos actos de protesta que este año, el 49. º aniversario de la fallida revuelta contra China, se organizarán para levantar testimonio de un país que hace más de sesenta años que sufre una severa ocupación. La protesta, como parece evidente, no es ajena al protagonismo que tendrá China con los Juegos Olímpicos. "China usa los Juegos para legitimar la ocupación ilegal de Tíbet", asegura el organizador de la marcha, y presidente del Congreso de la Juventud Tibetana, Tsewang Rigzin.

Aunque más conciliador - fiel a su estrategia de intentar conseguir una autonomía, que nunca llega- el Dalai Lama ha expresado sus buenos augurios para China en los Juegos, pero acaba de hacer uno de los discursos más duros que se recuerdan. "Denuncio las inimaginables violaciones de los derechos humanos cometidas por China en Tíbet, incluyendo la negación a la libertad religiosa". Desplazamientos masivos de población china, para colonizar culturalmente el pequeño país, persecución brutal de los disidentes, aplicación de una severa represión contra los seguidores del Dalai Lama, prohibición de la mayoría de signos externos tibetanos, lenta desaparición de la lengua de Tíbet, cárcel, torturas… sin olvidar la desaparición del patrimonio tibetano que, durante la famosa Gran Revolución Cultural Proletaria, implicó la destrucción de miles de monasterios budistas, y que no ha cesado. Desde la entrada del ejército chino en los cincuenta, de la mano de un recién victorioso Mao Tse Tung, que implicó el encarcelamiento, exilio (entre ellos, del Dalai Lama), y muerte de miles de tibetanos, Tíbet no ha dejado de sufrir silenciosamente, ninguneado por todos los estamentos internacionales, que nunca lo han considerado un problema relevante.

Hace un par de años las autoridades chinas elevaron, en la ciudad tibetana de Gonggar, la estatua de Mao Tse Tung más grande de toda China. Siete metros de altura, cinco de pedestal, 35 toneladas de peso, 671.000 euros de costo, y un granito capacitado para resistir un terremoto de 5,5 grados en la escala Richter, son el símbolo chulesco de una ocupación que se muestra implacable. Tíbet no sólo es un país violentamente ocupado. Es, sobre todo, un país olvidado. Por mucho que Lhasa sea la ciudad de los mitos y los sueños, allí donde los aventureros del celuloide encontraban el techo del mundo y penetraban en los misterios prohibidos, acunados por el río Kyi Chu y por la gigantesca sombra del Himalaya, lo cierto es que nunca ha formado parte de la agenda geoestratégica del mundo. Quizás con la excepción de Bush, cuya nula credibilidad lo convierte en el peor de los aliados.

Dos reflexiones al respecto. La primera sobre el Tíbet mítico. Por mucho que hoy en día el Dalai Lama sea un señor simpático y amigo de algunos bellos de Hollywood, no sería justo olvidar que representa una jerarquía eclesiástica que durante siglos dominó a los ciudadanos del Tíbet, con un duro sistema medieval. La China de Mao entró brutalmente en Tíbet, pero lo que encontró también era brutal. Una sociedad dominada y asustada, sometida a una teocracia despótica. Lo que vino después, de la mano de la dictadura comunista, no fue mejor, de manera que podríamos decir que la historia de los tibetanos es una de las más tristes del mundo. La segunda reflexión, la impunidad con que China vulnera los derechos humanos, libre de culpa gracias al magnetismo económico que ejerce en todo el planeta. Perdidos entre los intereses cruzados y la despiadada lógica de la geopolítica, Tíbet va languideciendo. Su belleza incomparable es, hoy, como antes, el paisaje único de un secular sufrimiento.

11-III-08, Pilar Rahola, lavanguardia