(eutanasia:) ´Contra la vergüenza´, Francesc-Marc Álvaro

El caso de Chantal Sébire, afectada de un tumor incurable que ha deformado su rostro, la ha dejado ciega y le causa dolores insufribles, nos sirve para enfocar bien el asunto de la eutanasia, siempre tan polémico. Esta ciudadana francesa ha rechazado la triquiñuela que le han propuesto algunos médicos, consistente en inducirle un coma y administrarle un tratamiento radical contra el dolor que podría provocar su fallecimiento en días o semanas, dada su intolerancia a la morfina. Su argumento para reclamar una solución sin fraude de ley es contundente: su dignidad. La dignidad excluye el espectáculo de una agonía gratuita, que debería ser contemplada con impotencia por sus tres hijas. La paciente quiere que las cosas se hagan bien, por ello ha presentado una demanda al juez para que se le aplique la eutanasia activa. Pero tiene pocas posibilidades de que prospere ya que este extremo no se contempla en la legislación francesa.

La sociedad, a través del Estado democrático, dicta miles de normas para evitar la arbitrariedad y proteger a los ciudadanos, unas veces con un celo desbocado y otras con cotas muy altas de intervencionismo. El mismo Estado que invierte recursos públicos en promover que nuestra alimentación sea más rica en frutas y verduras o en animarnos a la lectura, el ejercicio físico o un menor consumo de energía se convierte en espectador pasivo, que no neutral, ante una realidad que desprecia algo tan valioso para el individuo como la propia dignidad. Para muchas personas, que se rigen por sus respetables creencias religiosas, el asunto de la eutanasia se reduce a una abstracta lucha entre el pecado y la obediencia a Dios. El testimonio de la señora Sébire nos propone otra perspectiva: la posibilidad de asumir un acto con dignidad plena o el fatalismo de aceptarlo como una vergüenza. Y hablamos, claro está, del acto más radical sobre el que cualquier ser humano puede decidir libremente. La vergüenza social viene a ser, en versión vaporizada, lo que antaño fue el deshonor, una herida profunda cuya cicatrización nunca se produce del todo.

Si yo fuera legislador, me sentiría interpelado directamente por la desesperación de Chantal Sébire. En muchos países como el nuestro preferimos que la realidad discurra por atajos alegales, confiando en que la compasión, el buen hacer de los profesionales de la salud y el pragmatismo ante lo inevitable rellenen los huecos que la ley no prevé. Al final, surge una paradoja desconcertante, como una mueca risueña en medio de una tragedia: nos pasamos la vida sujetos a un Estado paternalista y obsesionado con el control de los detalles menores pero, a la hora de despojarnos de todo simulacro, el poder civil, impasible, sólo es capaz de decirnos que tengamos paciencia y abnegación, como las iglesias. Si yo fuera legislador, ya digo, me sentiría muy inútil.

16-III-08, Francesc-Marc Álvaro, lavanguardia