´El gusto religioso por la muerte´, Pilar Rahola

Un Dios que emana amor o un Dios que genera temor. Personalmente, tuve la suerte de ser educada por unas monjas encantadoras que, más allá de la rigidez de la época, predicaban una relación tierna con la trascendencia, quizás amparadas por el amor que sentían hacia la Virgen María, encarnación simbólica de la protección materna. A diferencia de muchos otros niños, educados en la idea de un Dios terrorífico, que vigilaba, castigaba y enviaba al infierno a los pecadores, el Dios de mis monjas era puro amor, como una especie de padre bondadoso. Algo así como el Dios con zapatillas que José Luis Martín inmortalizó. Nada que ver, pues, con el temible Dios legionario mostrado en las escuelas de los ídem, o con el Dios opusdeico que llega a pedir castigos físicos, o con cualquiera de los dioses que el cristianismo radical ha enseñado a lo largo de la historia. Asímelo expresaba una profesora de religión: el Dios que ama incita a vivir desde el amor; el Dios que castiga incita a vivir desde el temor. Y uno y otro no son el mismo.

Como la vida me ha llevado por el camino del racionalismo, y mi relación con Dios habita en un tranquilo paréntesis, no me veo capaz de hablar de la trascendencia religiosa que, lógicamente, respira la Semana Santa. Para mí, como para muchos, estos días son un dorado paréntesis, un lujoso tiempo suspendido, robado al tiempo acelerado que es nuestro tiempo cotidiano. Una excusa para el disfrute. Paseos pacientes, lecturas bellas de las apasionadas poesías de Marta Pesarrodona o de las finas sutilezas de Joan Margarit, o relectura de La montaña mágica,uno de mis libros más queridos. Y, también, retorno a los conversaciones pausadas, sin otro fin que el gusto por encontrarse y hablar. La vida regalando vida. Pero, inevitablemente, vivimos inmersos en los rituales que la Semana Santa exige, especialmente sus vistosas procesiones religiosas. Y aunque disfrutemos de unos días laicos, la religión inspira el magnífico bacalao que mi madre cocina en Viernes Santo, la mona de Pascua que regalamos a los niños o los actos religiosos que inundan las televisiones. La religión está presente, incluso entre aquellos que hemos optado por desterrar el dogma de nuestras vidas y sustituirlo por la duda permanente. Nada que decir, especialmente cuando religión y ritual se fusionan en una tradición cívica que va más allá de las creencias espirituales. Sin embargo, no puedo evitar un profundo sentimiento de rechazo cuando veo las procesiones de Semana Santa. A pesar del color y el abigarramiento de sus pasos, el culto por el dolor y la muerte resulta tan explícito, que me retrotrae al Dios terrorífico que peor transcribe la trascendencia espiritual. Ante esos pasos torturados, eso penitentes sufridos, esos encapuchados, esa cruz pesada, esas gentes que disfrutan en el llanto, me siento una extraterrestre, un ser de otro mundo, alejado de ese mundo enormemente feo, en su manida belleza. No existe otra fealdad que la exhibición del dolor. Y cuando ese dolor es la base de un sentimiento religioso, algo grave falla en esa religión. Perdonen que sea tan explícita, pero ¿qué tipo de valores proyectan esos rituales, más allá de la tristeza, el miedo y el sentido torturado de la vida? Por suerte, los tiempos actuales nos alejan del miedo omnipresente a Dios, pero me imagino el impacto de esos rituales en otras épocas y entiendo que no ha sido precisamente esa mirada de la religión la que ha hecho bien a la humanidad. El Dios de bondad puede transformar a seres humanos comunes en almas extraordinarias, capaces incluso de ceder sus vidas a favor de los otros. Pero el Dios de muerte, en esta religión y en cualquiera otra, nunca elevará el alma de nadie al estadio supremo de la bondad. Amar es un verbo constructivo. Temer es un verbo destructivo. Por supuesto, muchos de los que aman las procesiones no hacen lecturas tan alambicadas como la mía. Lo viven, sólo, como una tradición. Pero hay tradiciones que son bellas, y esta no me lo parece. Mezclar a Dios con el dolor y la muerte nunca será un camino sereno de trascendencia. Y mucho menos, un camino de liberación.

23-III-08, Pilar Rahola, lavanguardia