´Neologismos / Sobre los cristianistas´, J.M. Ruiz Simón

Aunque a veces se olvide, las palabras tienen su historia. Nacen por utilidad, capricho o interés, gozan de una vida más o menos larga en la que a veces cambian de sentido y acaban muriendo por falta de uso. Los diccionarios etimológicos suelen discurrir sobre el origen de vocablos ya venerables dando noticia de algunas de las no menos venerables autoridades que las usaron.

Los diccionarios de neologismos, en cambio, recogen y definen palabras que sólo recientemente se han abierto paso, a menudo términos técnicos o extranjerismos surgidos al hilo de la moda o la actualidad. Hablando desde un punto de vista estadístico, la esperanza de vida de los neologismos acostumbra a ser, como la de los héroes, muy limitada. En el mundo de las voces, los neologismos son los que tienen más números para convertirse, a corto plazo, en arcaísmos. Ello no implica que su existencia, a semejanza también con la de los héroes, no pueda ser intensa.

En no pocos casos, los neologismos han nacido para la lucha, han sido forjados para el combate, para medirse en el fragor de la batalla. Es lo que sucede, por ejemplo, con el término laicista,un desconocido hasta hace un par o tres de años, que nació a la sombra del monólogo sobre las raíces cristianas de Europa y que en España ha crecido, hasta alcanzar una esplendorosa madurez, en las manos de quienes lo han usado para atizar a Zapatero y a su gobierno. Su fulgurante entrada en la lengua ha supuesto una auténtica reestructuración, una verdadera perestroika, en el campo semántico de la teología política.

Hasta hace no mucho laicismo y laicidad eran sinónimos. Ambos términos aludían a la neutralidad del Estado en materia religiosa. E incluso se daba por supuesta la casi sinonimia con ambos de la aconfesionalidad establecida por la Constitución. La aconfesionalidad era casi unánimemente considerada como sinónimo de laicidad siempre que se entendiese por ésta la separación entre la Iglesia y el Estado, y la conversión de la religión en asunto privado de los ciudadanos creyentes; aunque algunos subrayaban interesadamente que se trataba de un sinónimo no estricto en tanto que la aconfesionalidad debía permitir que, a pesar de su consagrada neutralidad, el Estado se tomase algunas alegrías económicas y en especie respecto a ciertos privilegios históricos de la Iglesia romana que caían fuera de lo denotado por laicidad. Hoy, sin embargo, abundan quienes, tras martillear con la descripción del laicismo como la perversión de la laicidad,señalan acusadoramente a los laicistas,distinguen entre laicismo moderado y laicismo radical,y acaban convirtiendo el no ir a una misa no sólo en una muestra de este último, sino casi en un ejemplo de terrorismo ideológico y diplomático de Estado.

Este tipo de análisis hoy en boga, que presenta lo neutral como beligerante y lo criminaliza vistiéndolo verbalmente de fanatismo con el uniforme del supuesto peor enemigo de nuestra civilización, resulta de una zafiedad difícilmente superable. Pero tiene la misma virtud pedagógica que los trucos de magia mal ejecutados. Pone en evidencia alguno de los artificios que los ilusionistas de la opinión suelen realizar para conseguir sus efectos. Sin duda, la emergente distinción entre cristianos y cristianistas resulta más sutil. Tal vez hable de ella en otro artículo.



Hablaba hace un par de semanas de algunas reestructuraciones recientes en el campo semántico de la teología política. Me refería, en concreto, al esplendoroso apogeo en el que se encuentra, y a las bendiciones con las que cuenta, el término laicista,un concepto que, para aparentar más empaque, acostumbra a presentarse debidamente envuelto con calificativos chillones y zafiamente connotados como moderado o radical.

Al final del artículo anunciaba que, en otra ocasión, tal vez me entretendría con la distinción aún en flor entre cristianos y cristianistas,que, aunque todavía no ha llegado al gran público, va abriéndose paso, desde ya hace unos años, en los paraninfos más integristas de algunas universidades privadas y en las sacristías más selectas.

El término cristianista fue puesto en circulación hace apenas catorce años por Rémi Brague en su libro Europa: la vía romana.A Brague, profesor de filosofía en la Sorbona, no le falló el sentido de la oportunidad. En 1992 la yihad se había proclamado o intensificado en Bosnia, Argelia y Egipto. El fantasma del islamismo recorría Europa y, en Estados Unidos, Samuel Huntington ya estaba cocinando su artículo sobre el choque de las civilizaciones. A través de aquel neologismo, Brague enriquecía el vocabulario teológico-político creando una distinción referente a lo cristiano análoga a aquella que, con relación al islam, distingue a los islamistas de los musulmanes.

Recordaba Brague que, para ser cristiano, hay que creer en Cristo, pero que también se puede ser cristianista y que, para ello, basta con estar convencido de que puesto que Occidente es una civilización indisolublemente ligada al cristianismo, su supervivencia depende de la defensa de las raíces, las puntas y los valores cristianos.

No son muchos, pero sí escogidos, quienes, desde entonces, se han apuntado al recién bautizado carro cristianista. A menudo se les puede reconocer por su pasión por Chateaubriand. Y también, sobre todo, por sus enemigos.

Por un lado, el enemigo exterior y su quinta columna: la tan cacareada amenaza islamista. Por el otro, los enemigos interiores: el relativismo, como principal síntoma del nihilismo que al parecer nos atenaza, y el laicismo, presentado como anticlericalismo disfrazado de neutralidad.

Las palabras no acostumbran a hacer las cosas. Pero suelen darles visibilidad y brillo. Al convertir a los cristianistas en materia de discurso, Brague ponía en evidencia que lo de dar al césar lo que es del césar y a Dios lo que es de Dios era aún, en Occidente, materia reinterpretable y, a su vez, dejaba constancia de que la época de los cristianos para el socialismo había pasado a la historia: había llegado la hora de los ateos para el cristianismo.

Tal vez los maliciosos afirmen que no hay nada de nuevo bajo el sol, que esta hora empezó para muchos mucho antes, hace casi veinte siglos. Quizás el propio Brague piense lo mismo, como lo pensaban su amigo y maestro Leo Strauss y muchos miembros de la tribu neoconservadora en la que los cristianistas son legión.

Pero la publicidad tiene estas cosas: tiende a dar por hecho que, hasta en lo que atañe a la ciudad eterna, la novedad es un valor añadido.

lavanguardia, 17-VII/2-VIII-06