"La trastienda del 60.º aniversario", Uffe Ellemann-Jensen

Uffe Ellemann-Jensen, ministro de Asuntos Exteriores de Dinamarca (1982/93).

El pasado lunes fue la madre de todas las celebraciones en Moscú. Se conmemoró la victoria sobre la Alemania nazi hace 60 años y se rindieron honores a los sacrificios humanos que la hicieron posible. Hasta ahí, todo bien. Sin embargo, algunas naciones faltaron a la fiesta. Dos presidentes bálticos decidieron quedarse en casa, ya que sus anfitriones no tienen la voluntad de conceder que hay algo más que contar sobre la historia del fin de la Segunda Guerra Mundial que la victoria sobre Hitler. Sus pueblos tuvieron que sufrir medio siglo de ocupación debido a un acuerdo alcanzado antes del inicio de la guerra por Hitler y Stalin, el así llamado pacto Molotov-Ribbentrop de 1939, que dividió a Europa del Este entre la Alemania nazi y la Unión Soviética.

Tengo que admirar a la tercera presidenta báltica, Vaira Vike-Freiberga de Letonia, quien decidió ir a Moscú, rendir honores cuando son merecidos y hablar fuerte y claro acerca de lo que no se debe ocultar. Al hacerlo, demuestra la sólida posición que ha logrado su país como miembro de la OTAN y la UE, y ella ha marcado la vara alta en cuanto a autoridad moral. Es una lástima que los líderes rusos actuales hayan optado por no condenar el pacto Molotov-Ribbentrop, que perjudicó el desarrollo de toda la región del mar Báltico por tantos años y todavía es una fuente de contaminación política que amenaza con envenenar las relaciones entre los vecinos de esa zona. Me resulta difícil aceptar a quienes tienden a describir el pacto Molotov-Ribbentrop sólo como una medida para fortalecer la seguridad nacional soviética.

En la región del mar Báltico tenemos una historia particularmente difícil de afrontar si miramos los últimos noventa años. Tras el fin de la Segunda Guerra Mundial y el viejo orden -Die Welt von Gestern-, la región báltica fue testigo de sangrientas revoluciones, terribles guerras civiles, fascismo, comunismo, genocidio, ocupaciones, opresión, terrorismo, deportaciones..., sea cual sea, en nuestra parte del mundo de hecho hemos sufrido todos los horrores de la historia moderna. Cuando terminó la guerra fría parecía inteligente decir que se trataba del fin de la historia. Pero si creemos eso, si ponemos una tapa sobre la historia y la dejamos tras nosotros, corremos el riesgo de que resucite con todos sus horrores. En consecuencia, debemos reconciliarnos con la historia, particularmente en la región del mar Báltico, donde esta reevaluación es una precondición fundamental para crear confianza y cooperación mutuas. Si se desea abrir nuevos capítulos en las relaciones entre antiguos adversarios, no se puede simplemente cerrar los viejos capítulos negando o suprimiendo la historia. Nada bueno resulta de actuar así, y en el pasado ya hemos tenido suficiente de ello.

Durante demasiados años el mar Báltico fue un callejón sin salida en el mapa político de Europa, dividido por el telón de acero. No era un mar de la paz, como la propaganda comunista trataba de describirlo: era un mar de amenazas, un mar de inseguridad y oportunidades perdidas.

Para mi país, Dinamarca, el fin de la Segunda Guerra Mundial significó un retorno a la libertad y la democracia, y pudimos usar el resto del siglo veinte para consolidar nuestra libertad, afianzándola con bienestar económico. No obstante, para los tres países bálticos el término de la guerra condujo a medio siglo de ocupación y oportunidades perdidas.

Hoy sabemos la causa: el protocolo secreto del tratado de no agresión entre la Unión Soviética y la Alemania nazi, firmado en 1939 -el pacto Molotov-Ribbentrop- que definió las esferas de intereses de las dos dictaduras en Europa oriental y que condujo a la guerra con Finlandia, la ocupación de los países bálticos, el ataque y la división de Polonia, y probablemente también las ocupaciones de Noruega y Dinamarca. En pocas palabras, los tentáculos de este pacto tuvieron un enorme efecto sobre la historia de la región hasta nuestros mismos días.

Ésa es la razón por la cual seguirá persiguiéndonos y perturbando las relaciones normales entre los países de esta región con tantos potenciales desaprovechados si no lo afrontamos de manera directa. Debatir, reconocer, denunciar... lo que sea, ¡siempre y cuando no se trate de suprimir! No se pueden construir relaciones futuras duraderas entre países que, cada cual a su modo, han sufrido tanto, si no miramos de frente el pasado. No fue sino hasta 1989 que la existencia de este protocolo fue admitida oficialmente, gracias a la política de glasnost de Mijail Gorbachov. Sin embargo, demasiada gente todavía tiene dificultades para reconocer este pacto como lo que realmente fue.

Esta negativa a aceptar los hechos no juega a favor de nadie. No en el tipo de Europa que aún tenemos que construir, donde los países grandes y pequeños tengan la seguridad de que comparten los mismos derechos y obligaciones, donde las minorías se sientan seguras, donde los derechos humanos básicos sean aceptados como parte inseparable de nuestro sistema político y donde los vecinos se miren con respeto y expectativa, no con miedo y ansiedad.

Sin embargo, no debe sorprender que afrontar la historia y reconciliarse con ella pueda ser algo terriblemente difícil. El filósofo danés Søren Kierkegaard puso el dedo sobre la llaga de uno de los problemas más fundamentales: "La vida debe ser vivida mirando hacia delante, pero sólo puede ser comprendida si se mira hacia atrás".

Para mirar hacia delante con confianza también hay que mirar hacia atrás... y comprender lo que anduvo mal. Cada uno de los líderes presentes el pasado 9 de mayo en Moscú debería recordar esto.

lavanguardia, 11-V-05