ŽEl imperio posmodernoŽ, Michael Walzer

El ensayista Michael Walzer analiza el nuevo papel de Estados Unidos en el mundo dos años después del 11-S. Es una hegemonía que descansa más en el poder de la economía y la cultura que en el de las armas.

La guerra en Iraq ha dado nueva urgencia al debate sobre el “imperialismo estadounidense”. En realidad, no se ha producido nada que se aproxime a un debate; los detractores de la guerra utilizan la expresión de forma habitual y de forma habitual lo rechazan sus partidarios. Sin embargo, parece que ciertos partidarios creen que, aunque no haya exactamente imperialismo, sin duda hay un imperio. Por tanto, ¿es Washington la nueva Roma? ¿Existe un imperio estadounidense? ¿Ha sido la de Iraq una guerra imperialista? Me parece que necesitamos algo que nos ayude a comprender el papel de Estados Unidos en el mundo mejor que esta anticuada terminología. En la actualidad, criticar las prácticas del poder estadounidense es una ocupación política fundamental, así que mejor será que admitamos lo que está ocurriendo delante de nuestras narices.

De todos modos, la respuesta más sencilla a mi pregunta es: “¡Por supuesto!”. ¿Acaso Estados Unidos no ha desempeñado el papel más importante en la construcción de un mercado mundial? ¿Acaso no controla sus organismos reguladores: el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional (FMI), la Organización Mundial de Comercio (OMC)? ¿Acaso no están la mayoría de los países dispuestos a recibir los beneficios; siempre en busca de empresas y empresarios estadounidenses? No obstante, el imperio es una forma de dominio “político”, y no está en absoluto claro que el dominio del mercado y la obtención de beneficios requieran dominio político. Tal vez sí lo requiriesen en una época anterior; así lo sugiere la historia del imperio europeo y la del estadounidense en Centroamérica. Con todo, la principal reivindicación de los comerciantes libres en la actualidad es que el dominio político no es necesario, y esta reivindicación ha recibido el refrendo de la izquierda en las personas de Michael Hardt y Antonio Negri como reflejan en su libro impenetrable aunque muy popular “Imperio”: “La garantía que ofrece el imperio al capital globalizado no implica una gestión micropolítica y/o microadministrativa de las poblaciones. El aparato de gobierno no tiene acceso a los espacios locales ni a las secuencias temporales concretas de la vida en las que funciona la administración; no logra dar con las singularidades ni con su actividad” (Paidós Ibérica, Barcelona, 2002). Esto se entiende mejor si se traduce: en la actualidad, el significado de imperio no tiene nada que ver con el significado que siempre ha tenido. El imperio no ocupa tierras; no tiene un centro (ni siquiera en Washington); no depende de gobiernos satélite rigurosamente controlados; es una entidad posmoderna.

El argumento de Hardt y Negri podría interpretarse como una respuesta (a priori) a las personas que sostienen que la guerra de Iraq ha sido una “guerra por petróleo”. En realidad, como la izquierda lleva ya un tiempo diciendo, el control de los recursos naturales no requiere el “acceso a los espacios locales” ni la “microadministración” de territorios y poblaciones; no requiere colonias ni satélites. El mercado funciona para permitir que los estados más ricos adquieran y utilicen los recursos de los estados más pobres; y no independientemente de la política, pero sí con dependencia del dominio político. Si no fuera así, ahora seríamos mucho menos críticos con el mercado.

Algunos marxistas contemporáneos sostienen que lo que tenemos en la actualidad es “un imperialismo informal de comercio libre (o un imperialismo sin colonias)”. Sin embargo, esta afirmación supone prácticamente, tal como aclara un reciente artículo de John Bellamy Foster (“Monthly Review”, mayo de 2003), una identificación del imperialismo con el capitalismo: el poder imperial no es más que “una manifestación del desarrollo capitalista con toda su complejidad (...)”. Sus formas políticas son de una importancia “secundaria”. Esto no puede ser cierto. Si el imperialismo no es otra cosa que capitalismo manifiesto y desarrollado, si no tiene importancia particular y específicamente política, no es un término útil para el análisis político. Puede servir, por supuesto, como término de denuncia, pero no de ilustración. Supondré que el imperialismo es un sistema de mandato político; no necesariamente de mandato directo, pero sí de mandato en un sentido bastante contundente: una potencia imperial consigue lo que quiere de los gobiernos que crea, que apoya o que auspicia.

Debilidad
¿Es Estados Unidos políticamente dominante en este sentido? Los estadounidenses somos poderosos en el sentido militar, de forma abrumadora. En la cúspide del imperio británico, la armada británica ni siquiera se aproximaba a la potencia del arsenal de las fuerzas aéreas estadounidenses en la actualidad. Sin embargo, no está claro que arsenal sea sinónimo de mandato imperial; incluso su traducción más simple por “alianzas regionales” o “colaboración local” presenta problemas en los tiempos que corren. Pese a la inversión que hemos hecho en las armas más avanzadas, Estados Unidos parece notablemente débil en el terreno internacional, incapaz de conseguir apoyo, ni que decir tiene refuerzos, para nuestra gestión política; a menos que entremos en guerra, que es algo que no podemos hacer cada vez que nos desafían. Esta debilidad se manifestó de forma dramática en dos acontecimientos que tuvieron lugar justo antes de la guerra contra Iraq: en primer lugar, el Gobierno de Corea del Sur se negó a cooperar con la política estadounidense para Corea del Norte; y a continuación, el Gobierno turco se negó a abrir las puertas a la invasión de Iraq desde su territorio. Ambos eran gobiernos recién electos, escogidos mediante procesos democráticos con los que Estados Unidos está comprometido públicamente, y no teníamos forma de someterlos a nuestra voluntad.

También vale la pena mencionar la oposición internacional a la guerra de Iraq. ¿Cómo puede haber un imperio global estadounidense si también es cierto, como no se cansan de decirnos en la prensa de izquierdas, que el mundo al completo está contra nosotros? No sólo estaban contra nosotros los ciudadanos de a pie, sino la mayoría de los gobiernos mundiales, incluidos los gobiernos que son nuestros clientes y aliados, provincias de nuestro imperio putativo. Si sólo dos años después del 11-S, en la víspera de una guerra importante, no podíamos contar con estados como México y Chile, ¿qué clase de imperio somos? Mientras escribo, las perspectivas de que Estados Unidos imponga un régimen de su elección en Iraq no parecen muy halagüeñas, ¡y esto ocurre después de haber ganado claramente una guerra “imperialista”!

El término imperio necesita una calificación más amplia para describir cualquier cosa parecida a la existente, o que sea posible, en el mundo actual. (De aquí el atractivo de términos como “imperio light” acuñado por Michael Ignatieff.) No obstante, existe una manera más óptima de pensar en la política global contemporánea si se recurre a la idea afín de “hegemonía”. El adjetivo “hegemónico”, muy utilizado en la actualidad, es simplemente una forma menos gráfica de decir “imperialista”, aunque indica algo muy distinto: una forma más laxa de mandato, menos autoritaria de lo que es o era el imperio, más dependiente de la conformidad de los demás. Analicemos estas palabras de Antonio Gramsci, el teórico más destacado de la hegemonía (quien, sin embargo, escribía en el contexto de enfrentamientos políticos nacionales/internos): “El hecho de la hegemonía presupone que se tienen en cuenta los intereses y tendencias de los grupos sobre los que se ejercerá la hegemonía, y también presupone cierto equilibrio, es decir, que los grupos hegemónicos realizarán una serie de sacrificios de naturaleza empresarial” (citado en Chantal Mouffe, comp., “Gramsci and Marxist Theory”, Routledge y Kegan Paul, 1979, páginas 86-87). En parte, la hegemonía se basa en la fuerza, aunque también se basa, de forma más significativa, en ideas e ideologías. Si una clase dominante sólo puede confiar en su fuerza, ha alcanzado un momento de crisis en su mandato. Si quiere evitar esa crisis, tiene que estar preparada para el compromiso.

Exactamente, ¿cómo funciona esto en el terreno internacional, cuánto se aproxima un estado hegemónico a una clase dominante? Todo esto está pendiente de averiguación. No tengo una teoría, sólo el principio de un argumento. Tampoco pretendo sugerir que los actuales gobernantes de Estados Unidos acepten la necesidad de los “sacrificios de naturaleza empresarial”, incluso si en realidad los realizan (como hicieron en el caso de los turcos). La unilateralidad de Bush es un intento de hegemonía sin compromiso; tal vez, Bush ve a Estados Unidos interpretando un papel imperial –quizá también mesiánico– en la escena mundial.

Unilateralidad
Con todo, la unilateralidad no es, por así decirlo, la forma natural de actuar de la potencia estadounidense; desde la Segunda Guerra Mundial hemos desempeñado un papel importante en la formación de las organizaciones internacionales; hemos negociado alianzas y, por lo general, hemos estado dispuestos a consultar con nuestros aliados para actuar en situaciones críticas, como la invasión iraquí de Kuwait, y a enfrentarnos a tendencias políticas o medioambientales peligrosas, como la proliferación de las armas nucleares y el calentamiento global. El deseo de actuar a solas es nuevo. Tal vez tenga algo que ver con el 11-S y el miedo a futuros ataques terroristas. No obstante, el miedo es una mejor explicación para la fuerza política con la que cuenta Bush entre los estadounidenses y de las políticas que persigue. La unilateralidad es anterior al 11-S; es producto de la arrogancia y del celo ideológico, quizá también de cierta imprudencia; refleja una visión del poder estadounidense, tan inadecuado como el que ejercen numerosos críticos de Bush. En el mundo contemporáneo, el mandato imperial es un ejercicio inútil, aunque peligroso.

Es inútil por tres razones. En primer lugar, los estadounidenses no tienen ni la capacidad ni el valor, sospecho, para el imperialismo. Está clarísimo que no estamos preparados para pagar los costes económicos de un imperio; y un imperio es caro. Hay beneficios para empresas como Bechtel y Halliburton, pero sólo gastos para los contribuyentes estadounidenses, que no están dispuestos a correr con ellos. Las madres y padres estadounidenses tampoco están dispuestos a pagar por el derramamiento de sangre. No tenemos un ejército imperial, compuesto por “nativos” y mercenarios. Ni siquiera hemos aprendido las lenguas y costumbres de los países que pretendemos dominar. La incapacidad estadounidense para imponer ley y orden en Afganistán, los tratos que ha hecho el Pentágono con los caudillos locales, la negativa de nuestro Gobierno a invertir en la creación de un Estado fuera de Kabul... todas estas cuestiones no apuntan hacia la estabilidad de un mandato imperial, sino hacia la característica falta de rigidez de la hegemonía y, en el caso afgano, no se trata de una versión especialmente honrosa de esta falta de rigidez, es la hegemonía sin responsabilidad.

En segundo lugar, nuestro compromiso público con la democracia hace que el mandato imperial sea muy difícil de justificar e igualmente difícil de gestionar. Incluso cuando ese compromiso resulta a todas luces hipócrita (durante muchos años hemos respaldado a gobiernos no democráticos en países como Corea del Sur y Turquía), no hemos tendido, con el tiempo, a alentar ni a permitir, o al menos soportar, transformaciones democráticas. De hecho, en la cúspide de la guerra fría, nos negamos a tolerar (más o menos) a los gobiernos elegidos de forma democrática en Irán, Guatemala y Chile. Y posiblemente nos negaremos en un futuro, en países como Egipto, por poner un ejemplo, donde son los islamistas radicales, y no los “comunistas”, quienes amenazan con ganar las elecciones. Aunque no nos resulta fácil actuar así; esta actitud genera una suerte de crisis de legitimidad para el poder estadounidenses; otra característica del mandato hegemónico, que no del imperial.

En tercer lugar, en las condiciones de la hegemonía actual, aparecen gobiernos que son capaces de oponerse a las políticas de la potencia hegemónica. Y, entonces, la potencia hegemónica, si es inteligente, negociará y se comprometerá. En el mundo actual, cualquier proyecto imperialista se enfrentaría a una oposición tan importante tanto de los estados grandes como de los pequeños, y en un sentido tan contundente entre los pueblos que esta oposición legitimaría (véase el artículo de Suzanne Nossel en el último número de “Dissent”) el fracaso seguro del proyecto.

Cuando Kipling llamó al imperio “la carga del hombre blanco”, estaba afirmando, en el lenguaje ideológico de su época, un hecho simple: el poder conlleva responsabilidad. Sin embargo, las cargas de la hegemonía no se pueden sobrellevar a solas; tienen que compartirse. Una potencia hegemónica gobernada de forma racional no actúa de modo unilateral para repeler una agresión ni para evitar matanzas ni para llevar a cabo la labor (muy complicada) de reconstruir una nación; consigue coaliciones. Serán coaliciones con los que estén dispuestos, claro, pero la disposición debe ganarse mediante la consulta, la persuasión y el compromiso. En los últimos años, nuestro Gobierno ha intentado evitar cualquier versión seria de estos tres procesos necesarios, como si sus líderes quisieran gobernar el mundo solos. Esa ambición tal vez sea una mejor explicación para la guerra de Iraq que cualquiera de las ofrecidas por la teoría del imperialismo. Sin embargo, los líderes estadounidenses no pueden gobernar el mundo. En el periodo posterior de lo que ha resultado ser una victoria muy incompleta en la guerra contra Saddam, está claro que necesitan ayuda para vérselas con un sólo país. Mientras escribo, están buscando ayuda, aunque siguen sin comprometerse con la consulta, la persuasión y el compromiso. Resulta difícil calcular la curva de aprendizaje de la Administración Bush. Aunque tarde o temprano aprenderán que esa hegemonía, a diferencia del imperio, depende del consentimiento.

¿Qué clase de política de izquierdas se deriva de esta comprensión del poder estadounidense? Necesitamos una larga respuesta a esta pregunta, pero ahora mismo sólo se me ocurre una corta. En Gran Bretaña, a finales del siglo XIX y principios del XX, los de izquierdas eran “ingleses de segunda”, es decir, pedían la independencia de las colonias. Estados Unidos ya está comprometido con la independencia –¡incluso Bush y compañía están en contra de la “microadministración”!– y además, al menos desde un punto de vista retórico, con la democracia. Algo que la izquierda puede hacer es insistir en que este compromiso sea respetado no sólo con palabras, sino con hechos, incluso cuando los hechos comprometan a la potencia hegemónica. ¿Está Estados Unidos preparado, por ejemplo, para ayudar a crear un gobierno en Iraq capaz de decir no a su modelo estadounidense, como hicieron los turcos? (No estoy diciendo que tengamos que trabajar para crear una teocracia chiita.) ¿Cuántos “intereses y tendencias”, contrarios a los suyos, está dispuesto a reconocer nuestro Gobierno y a aceptar por el bien de la estabilidad global? ¿Qué clase de “equilibrio”, con esos otros grupos, está dispuesto a aceptar? Lenin escribió una vez que “la labor de la inteligencia es hacer que los líderes especiales de la inteligencia sean innecesarios” (“What the 'Friends of the People' Are”, Moscú, 1951, p. 286). No hablaba en serio, pero la idea es útil. La labor de una potencia hegemónica “democrática” es hacer que su papel sea menos importante; un ejercicio de poder cada vez más consensual.

Ésta jamás será la tarea que escojan los que sustentan el poder en la actualidad en Washington. Incluso el objetivo menor de un mejor equilibrio, una hegemonía más comprometida, una defensa más efectiva del gobierno democrático, sólo puede conseguirse mediante la política de oposición. La oposición tendrá que provenir en primer lugar del mismo Estados Unidos: los estadounidenses liberales y los de izquierdas deberían ser portavoces de la autolimitación, que sería el verdadero significado de firmar (y después mantener) instrumentos como el tratado sobre misiles antibalísticos, o el de Kioto, o el de la Corte Penal Internacional, y también de aceptar una mayor mutualidad en el comercio mundial y abrir nuestras puertas a las importaciones del Tercer Mundo. Todo ello implica derechos de hegemonía, la aceptación de normas universales, aplicadas por igual, que, por tanto, constituyen “sacrificios de naturaleza empresarial”. Sin embargo, tal como sugiere Gramsci, estos sacrificios no anulan el poder hegemónico; lo modifican de formas útiles para la humanidad, aunque, al mismo tiempo, representan una forma de mantenimiento inteligente. El Partido Demócrata estadounidense debería sin duda ser capaz de todo eso (aunque, ahora mismo, sus dirigentes parecen capaces de bien poco). No obstante, aquellos de nosotros que quieran algo más que esto, que estén preocupados y se opongan al mandato de una potencia hegemónica única, necesitan aliados externos, primero en la sociedad de estados y luego en la sociedad civil internacional.

Volvamos a reflexionar, pues, sobre la idea de Gramsci de un “equilibrio”, cuya versión internacional podría ser un equilibrio anticuado de poder entre el estado hegemónico y cierto conjunto de estados rivales. En el mundo actual, sin embargo, teniendo en cuenta el desequilibrio de poder, tiene más sentido imaginar el equilibrio en la forma de una asociación estadounidense-europea. Estados Unidos necesita un socio, o varios socios, capaces de decir que sí y que no, que puedan actuar en colaboración con nosotros algunas veces y con independencia en otras ocasiones. Pero si esta sociedad debe establecerse y mantenerse, los estados europeos deben estar preparados para asumir la responsabilidad que conlleva la forma en que funcionan las cosas en el mundo. Deben asimilar parte del trabajo que realiza la potencia hegemónica (puesto que parte de él, como ya he sugerido, es trabajo necesario). Cuanto mayor sea la responsabilidad que acepten, mayor tendrá que ser el grado de negociación y compromiso de la potencia hegemónica, mayor será el equilibrio que favorecerá la igualdad. Si Europa –en mi opinión éste es un ejemplo fácil de entender– se hubiera visto obligada a lidiar y lo hubiera hecho de forma efectiva con la crisis de la antigua Yugoslavia, sin implicar a Estados Unidos, esta potencia sería mucho menos hegemónica de lo que lo es en 2003.

Multinacionales
En la sociedad civil internacional puede surgir otro tipo de política de oposición. Los estados no son los únicos actores en el mundo actual. Las multinacionales, que desempeñan un papel protagonista en la economía global, son los principales agentes del “imperio” descentralizado. Son una fuente improbable de oposición para la potencia hegemónica, aunque bien podrían oponerse a la imprudencia imperial. Más importante para mi propósito en este artículo es la nueva proliferación de las ONG, que defienden valores universales o intereses colectivos y desempeñan un papel aún pendiente de definición en la política global. Hardt y Negri niegan el potencial de oposición de estas organizaciones, refiriéndose al papel que las ONG en defensa de los derechos humanos desempeñaron en Bosnia y Kosovo, donde su “intervención moral en una fuerza de primera línea de la intervención imperial” (p. 36). Sin embargo, esto parece totalmente equivocado, dada la necesidad moral de intervención “imperial” y la gran dificultad de encajarla en cualquier teoría coherente de imperialismo. Organizaciones como Human Rights Watch o Amnistía Internacional pueden intervenir no sólo al margen del imperio, sino en su mismo centro, como hicieron en el caso de la Unión Soviética y sus satélites. En la actualidad, pueden denunciar las violaciones de los derechos humanos en países “en los que se ejerce una hegemonía” e incluso en el mismo Estados Unidos.

Con todo, puesto que el mercado global es el principal terreno de la hegemonía estadounidense, tenemos que imaginar a ONG que trabajen a través de o contra organizaciones reguladoras como la OMC y que pretendan constreñir el poder del capital; de la misma forma en que la democracia social nacional lo hizo a finales del siglo XIX y principios del XX. La cumbre de la OMC en Seattle el año 1999 fue el indicio más evidente del aspecto que debía tener esa clase de tarea política. Todavía no sabemos si la sociedad civil internacional aportará un espacio y una oportunidad no sólo para los grupos en defensa de los derechos humanos y los grupos ecologistas, y otras organizaciones específicas, sino para los movimientos globales con grandes ambiciones de redistribución. En este sentido, Hardt y Negri se muestran más optimistas que yo, aunque esta pregunta –¿es posible un democracia social fronteriza?– sea probablemente la cuestión crucial sobre el futuro del poder hegemónico.

No obstante, mientras tanto, si buscamos un nuevo equilibrio en la sociedad de estados o para los nuevos movimientos sociales en la sociedad civil internacional, necesitamos entender que no estamos organizando una revuelta de provincias imperiales. Necesitamos construir una política distinta, adaptada al verdadero poder aunque también a la característica falta de rigidez del mandato hegemónico. En un artículo para “World Policy Journal” (verano de 2002), Martin Walker llamó a esta falta de rigidez “imperio virtual”. No me gusta mucho el nombre, pero su descripción resulta útil. En realidad, no consigue anticipar la prepotencia de la que ha hecho gala la Administración Bush en estos últimos meses, pero capta lo que yo he llamado forma “natural” de actuar de la hegemonía estadounidense.

Según afirma Walker, el imperio virtual mantiene su preeminencia “con más que cierto grado de cortesía para con el resto del orden internacional”. Los aliados son tratados con el respeto debido a los estados soberanos. Los antiguos enemigos (como Rusia a partir de 1989) son invitados a convertirse en nuevos aliados y reciben ayuda para ello. Los gobernantes del imperio virtual pueden verse dañados por defender sus intereses, pero, al mismo tiempo, sus políticas están “abiertas a la discusión y a la persuasión” por parte de los estados y las empresas extranjeros, y los grupos interesados de diversas clases. El imperio virtual “es una nueva bestia –concluye Walker– como el mundo jamás ha visto”. Llamemos como llamemos a esa bestia, sería mejor que reconociéramos su novedad. La aseveración de que poseemos un control intelectual total, de que lo único que tenemos que hacer es aplicar la teoría de Lenin sobre el imperialismo (que nos sabemos todos de memoria) es una invitación al fracaso político.

 

 

Michael Walzer, profesor de Ciencias Sociales del Instituto de Estudios Avanzados de Princeton y codirector de la revista “Dissent”. Autor del libro “Guerras justas e injustas”, Paidós.

IX-03.

Traducción: Verónica Canales Medina