´Traseros irritados´, Mario Vargas Llosa

El vídeo más visto en el Reino Unido la semana pasada carecía de título y desde el punto de vista técnico dejaba mucho que desear, pero, pese a ello, sedujo a una impresionante cantidad de ciudadanos británicos. Por eso, cuando el involuntario protagonista de aquel vídeo pidió a los jueces que lo sacaran de la red, alegando que violaba su intimidad, los magistrados decidieron que hubiera sido "fútil" prohibirlo cuando ya había recibido cerca de un millón y medio de visitas. Y que, por lo tanto, el diario The News of the World, que lo había colgado en su sitio en la web, podía mantenerlo allí. Sospecho que en los días transcurridos desde entonces, el número de espectadores de aquella cinta se ha duplicado o triplicado y alcanza ahora varios millones de mirones.

Yo no he visto el tal vídeo ni lo veré, pero puedo describirlo con lujo de detalles porque sus imágenes me salen al paso aquí en Nueva York desde hace días en revistas y diarios que hojeo o programas informativos de la televisión que se me ocurre poner. Así, sé muy bien que la estrella de aquel espectáculo es el señor Max Mosley, apuesto sexagenario británico, hombre de sociedad y de fortuna, con estudios en Oxford, título de abogado y presidente de la Federación Internacional del Automóvil (FIA), con sede en París, que ha convertido las carreras de Fórmula 1 en un negocio multibillonario. Sé también que Max Mosley es hijo de Sir Oswald Mosley y de su esposa, Diana Mitford, cuyo matrimonio, en Alemania, se celebró en casa del ministro nazi de propaganda, Joseph Goebbels, en presencia de Adolf Hitler, muy amigo de los recién casados. Sir Oswald Mosley, que en su juventud fue un ministro laborista, fundó luego la Unión Británica de Fascistas y estuvo internado con su mujer en una cárcel durante la guerra. Al terminar ésta, lideró un grupúsculo de extrema derecha que tuvo una existencia breve y folclórica.

El vídeo es una mascarada nazi. En una "cámara de torturas" montada en el sótano de una elegante residencia de Chelsea, el señor Max Mosley, disfrazado a ratos de prisionero y a ratos de carcelero, imparte y recibe en el trasero sartas de azotes, rodeado de cinco mujeres disfrazadas de victimarios nazis -botas, gorras, esvásticas, brazaletes, látigos, cadenas-, a las que insulta (en alemán) y por las que es insultado (en inglés). De tanto en tanto, las escenas de azotes se interrumpen y verdugos y víctimas se distienden, tomando tacitas de té, conversando banalidades y haciendo un poco de chacota. El señor Mosley pagó a las cinco prostitutas -"profesionales" precisa la prensa- 2.500 libras esterlinas (unos cinco mil dólares) por sus servicios.

Todo indica que, a no ser por la presencia en él del señor Mosley, el vídeo en cuestión no merecería espectadores: se trata de una de esas pequeñas bazofias sin gracia ni vuelo que se malbaratean en los sex-shops de última categoría. Pero como su protagonista es un hombre rico, poderoso e influyente, el escándalo ha sido considerable. Varias asociaciones de sobrevivientes de los campos de exterminio nazis han condenado al personaje y exigido su renuncia de la FIA, al igual que dignatarios del mundo deportivo, ases del volante y dirigentes empresariales.

Max Mosley ha hecho saber que no renunciará a la presidencia de la FIA. "Si hubiera sido sorprendido conduciendo demasiado rápido en una carretera, o habiendo bebido más de lo lícito, hubiera renunciado en el acto", dice en su comunicado. "Pero un periódico escandaloso obtuvo por medios ilegales unas imágenes de algo que hice en privado, algo que era inofensivo y absolutamente legal. Mucha gente hace cosas en su recámara y practica hábitos que otros pueden encontrar repugnantes. Pero, mientras ocurran en privado, a nadie debería importarle".

Diré rápidamente que, a mi modesto entender, el señor Max Mosley tiene toda la razón del mundo, y que si a él le gusta que le sacudan las nalgas -como hacían las mamás con los niños que se portaban mal cuando yo era pequeño-, o sacudir las nalgas ajenas, es un asunto que sólo le incumbe a él y a sus cómplices en tales azotainas, y a nadie más. A condición, claro, de que esos juegos de manos se lleven a cabo entre adultos que se presten a ellos de buena gana y con perfecta lucidez, como parece haber sido el caso en esta ocasión.

El mundo del sexo, como saben todos los que se han dado el trabajo de leer a Freud y a la mejor literatura, es un abismo sin fondo por el que merodean toda clase de especímenes -algunos, bastante siniestros- y, en él, toda idea de normalidad es relativa y discutible. Una generalizada hipocresía ha impregnado siempre este tema y a ello han contribuido las iglesias y los Estados empeñados en legislar no sólo sobre la conducta pública de los ciudadanos, sino también sobre su vida privada. En verdad, en una sociedad libre y democrática, la vida sexual de las personas, como la religiosa y la política, no debería tener otra limitación que la establecida por las leyes en defensa de los ciudadanos contra los atropellos y la violencia. Lo que, dentro de estos límites, hagan las parejas, los individuos o los grupos de mutuo acuerdo es asunto que sólo a ellos concierne.

Desde el siglo XVIII, en la literatura francesa se llama al sadomasoquismo el "vicio inglés". Y, en efecto, en la literatura erótica victoriana -que existió y fue profusa, aunque usted no lo crea-, los azotes están siempre a la orden del día, y por eso es tan aburrida y tan pobre comparada a la francesa. A mediados de los sesenta, cuando yo llegué a vivir a Londres, acababan de prohibirse los castigos corporales en los colegios -el famoso cane o palmeta o varilla- y, en la polémica que la medida provocó, sesudos psicólogos y psicoanalistas sostuvieron que una consecuencia inesperada de aquellos azotes que recibían los alumnos de las escuelas era la posterior adicción sexual al castigo (recibido o infligido) de muchos de ellos. Ante mi estupefacción -yo creía entonces que todos los escritores eran progres-, entre quienes se oponían a que se prohibiera el cane en las escuelas figuraba buen número de escribidores, encabezados por Kingsley Amis, un autor entonces muy popular en Inglaterra.

Las circunstancias hicieron que el único sadomasoquista que he conocido (sin saber que lo eran, debo de haber conocido a muchos, ya lo sé) fuera el mejor crítico de teatro que he leído jamás. Se llamaba Kenneth Tynan y sus crónicas semanales eran, junto con las que escribía Cyril Connolly, el gran placer de mis domingos londinenses. Tynan tenía una enorme cultura teatral y escribía con ingenio, independencia, humor y un buen gusto infalible. Él mismo escribió -mejor dicho, reunió los textos de- ¡Oh, Calcuta!, uno de los grandes éxitos teatrales de aquella época. Sólo recuerdo de la obra que actores y actrices se pasaban un par de horas en el escenario en pelotas. Una vez cené con Tynan y su conversación era tan chispeante como sus artículos. A su muerte se publicaron sus cartas y por lo menos dos biografías (una de ellas escrita por su viuda, Katharine). Así supimos sus lectores que, desde hacía muchos años, el célebre crítico se reunía, un par de veces por semana, en un cuartito de Knightbridge, con una amiga y cómplice, para practicar esas sesiones de azotes que los dejaban a ambos enronchados y contentos.

Eran unos tiempos en los que la prensa amarilla no escarbaba en la intimidad de las personas con la tenacidad y la eficiencia con que lo hace en los nuestros. Porque, en la lastimosa astracanada de Max Mosley y las cinco prostitutas, el papel verdaderamente repugnante lo tiene, para mí, The News of the World -al que aquél acusa de haberle montado una emboscada-, con sus farisaicas pretensiones de defensor de la moral pública. Este periódico se ha ganado su inmensa popularidad -es el más leído del Reino Unido- con las sistemáticas raciones de mugre e infamia con que alimenta a unos lectores, a quienes, está demostrado, este género de nutrición les encanta. De modo que aquello del "vicio inglés", después de todo, podría no ser algo tan prejuicioso y desatinado como yo creía.

20-IV-08, Mario Vargas Llosa, elpais