´1808, inicio de la intransigencia e intolerancia´, Roland Fraser

Roland Fraser, periodista inglés que con el tiempo devino historiador, presenta su última criatura, nacida tras doce años de trabajo: La maldita guerra de España, una historia social de los años comprendidos entre 1808 y 1814, tiempo de la guerra de la Independencia, de cuyo comienzo ahora se cumplen doscientos años.

Roland Fraser es hombre enjuto. Tiene piel translúcida, diría la fotógrafa, y una mirada vivaz. A sus 76 años tiene también la clásica pinta del tranquilo, culto y civilizado ciudadano inglés buen bebedor de whisky y vino.
Fraser vino a España por primera vez en 1957. Era el tiempo en el que los españoles empezaban a disfrutar de mejores perspectivas económicas. Por entonces Fraser quería forjarse como novelista en un país del área mediterránea. Descartó Italia porque estaba llena de ingleses que, como él, soñaban con ser novelistas. Ya se sabe que el inglés es de por sí viajero. Descartó también Grecia por la dificultad del idioma. Quedaba España, y aquí se vino.
Al poco de llegar se dio cuenta de que no podía ser novelista y que le interesaba cómo era la vida de la gente de los pueblos de Andalucía. Hablando con los campesinos, con la gente de la calle, se empezó a implicar en sus historias orales. Mijas. República, guerra, franquismo en un pueblo andaluz, testimonio del que fue alcalde de Mijas en los años republicanos después permanecer treinta años oculto tras el final de la Guerra Civil, fue uno de los libros en los que volcó la experiencia recogida a través de las historias orales que había escuchado. Recuérdalo tú y recuérdalo a otros, un clásico entre los libros sobre la Guerra Civil, culminaría de forma brillante su trayectoria como historiador de una época. Y ahora llega La maldita guerra de España (editorial Crítica).

A usted le fascina la historia oral.
Ya la he dejado. Lo que me sigue fascinando es la historia vista desde abajo. Mi libro sobre la Guerra Civil y este sobre la guerra de la Independencia comparten el proyecto de intentar captar lo que fueron las experiencias, las vivencias de lo que podríamos denominar el pueblo bajo o anónimo.

En ambas guerras, ese pueblo bajo ¿fue el perdedor?
Sí. Es el que resiste, sufre, padece todo lo malo que uno se puede imaginar. Es el pueblo que tiene que luchar armas en mano; es el que muere y, concretamente en la guerra de la Independencia, no saca ninguna ventaja de la victoria y sí sufre las consecuencias de lo que comportan seis años de contienda.

¿Para qué sirvió la guerra de la Independencia?
Para que España retrocediese tres décadas económica, política y demográficamente. El conflicto costó al país una pérdida de población que se cifra entre los 215.000 y los 375.000 habitantes. La España popular que se levantó para defender al rey, la religión y la patria se encontró al final con la restauración de una monarquía absoluta. Fue una de las muchas paradojas de una guerra repleta de ironías.

Como en todas las guerras, hay gentes que intentan obtener beneficios. Cuenta usted que en la de la Independencia los diputados catalanes estaban preocupados por los perjuicios a la industria textil y se quejaron del desembarco en Cádiz de tejidos británicos. Y que, ante la buena cosecha de trigo, los campesinos prefirieron ganar jornales segando, recolectando y trillando la cosecha antes que coger las armas. Y que los pescadores prefirieron seguir saliendo a pescar...
Así ocurrió.

¿Fue una sublevación más urbana que rural?
Al principio, es cierto que fue así. Los primeros levantamientos contra los franceses no tenían ningún tipo de unión entre ellos. No fue un complot nacional y sí fueron unos levantamientos en los que cada uno defendía sus intereses. Es por ello que considero un mito lo de la unión sagrada de todas las capas sociales. Los ricos, especialmente, trataron de no pagar nada, y la Iglesia tampoco se sacrificó mucho. Solamente al final entregó parte de su plata para sufragar gastos de la guerra, pero, en general, diría que no colaboró económicamente al esfuerzo bélico patriótico.

¿Qué intereses tenía el pueblo bajo en esa guerra?
Defender sus vidas y la de sus familias y defender también sus bienes, su pueblo, la patria chica más que la patria en sí. Y eso se entiende por la ferocidad del ejército francés en su represión y en sus exacciones al campesino, bajo el lema de Napoleón de que la guerra tenía que alimentar a la guerra. En la segunda invasión francesa, la de 1823, Luis XVIII se dio cuenta de los errores que había cometido Napoleón y lo dijo: Napoleón sacó de los pueblos vencidos de Europa dos veces más de lo necesario para abastecer a su ejército. Por eso Luis XVIII no impuso exacciones y sí ordenó que se atrajese al campesinado a la causa francesa, sin exacerbarlo ni provocarlo, para que no se levantase en armas. Y debió de funcionar, porque no hubo oposición popular.

Con el regreso de Fernando VII y el absolutismo hay una serie de delaciones por parte de la Iglesia que tienen similitud con las que se produjeron al final de la Guerra Civil.
Las hay, pero en una escala menor que en la represión franquista que trató de exterminar todo lo que creyó que era oposición, real o potencial, al régimen. Al finalizar la guerra de la Independencia, la represión diría que se llevó a cabo en un ámbito más individual que ideológico. Ya se sabe cómo funcionan los pueblos, ¿no?, con sus rencillas personales. Pero, comparando la represión llevada a cabo al final de las dos guerras, no hay punto de comparación entre una y otra. La de Franco fue más brutal.

Durante la guerra de la Independencia, todavía no había llegado el tiempo de la política de masas, pero sin embargo describe usted cómo sí llegó la técnica de los mensajes breves, tan en boga en la política de hoy.
Sí. Fue con la célebre proclama de Móstoles, reescrita muchos años después. El original era mucho más largo y farragoso. Se comprendió la necesidad de dirigirse al pueblo mediante frases cortas, simples y memorizables. Ya había una ciudadanía más amplia que la elite culta de 1808.

La guerra de la Independencia ¿fue una insurrección diría que ­contrarrevolucionaria?
Es muy difícil sostener eso sin más. Hay que matizarlo mucho.

Matice.
Los españoles tenían antes de la guerra una identidad colectiva por varias razones: habían ocupado el mismo territorio geográfico durante cuatro siglos, y esa identidad colectiva la vertebraba una monarquía católica y haber sido durante siglo y medio el poder dominante en Europa. El gran error de Napoleón radicó en no haber sabido ver que esa identidad colectiva española era tan fuerte como podía ser la de Inglaterra, por ejemplo. Napoleón atacó con alevosía dos fundamentos de esa identidad colectiva: la monarquía y la religión. Y, además, amenazó directamente las vidas y las economías de los campesinos, que no participaron en el levantamiento hasta sentirse ­amenazados.

Tuve un director que decía que España hubiese ido mejor si en lugar de tocar el tambor en el Bruc llamando a luchar contra los franceses el chico se hubiese tocado los cojones.
Eso también me lo han dicho a mí muchas veces. ¿Hubiese sido España mucho mejor viviendo con un régimen napoleónico? Quizá sí, pero las condiciones históricas no podían permitirlo. Eran muchos los españoles que creían que el sistema se debía reformar, ¿pero qué país con sentido de la identidad colectiva se somete a una invasión? Fuera de las esferas gubernamentales, el régimen napoleónico no penetró, y en las esferas que lo hizo creían poder reformar el antiguo régimen sin socavarlo, sin minarlo, gobernando por el pueblo, pero sin el pueblo. No querían la participación del pueblo llano.

La Ilustración ¿penetró tarde y mal en España?
Nunca penetró muy a fondo en las clases populares, que siguieron leales a la corona y al altar. El 78% por ciento de la población de Francia estaba alfabetizado, mientras que el 85% de la población española era ­analfabeto.

¿Qué balance hace de Godoy?
Veinte, quizá treinta años después de la guerra, Alcalá Galiano reconoció que su visión sobre Godoy había cambiado. Tras el despotismo militar impuesto por el ejército francés, veía a Godoy de forma más positiva. No era un estadista del nivel de Talleyrand o Pitt, pero fue un reformador mucho mejor de lo que pensaba de él mientras fue el hombre que gobernaba España. Yo diría que, en la era de Napoleón, Godoy fue un enano entre unos gigantes. Un gobernante absoluto sumido en debilidades y dudas. Abierto en temas de censura, permitió el encarcelamiento de Gaspar de Jovellanos, que le granjeó la enemistad de los reformistas.

Entre los guerrilleros, ¿abundaron los bandoleros además de los patriotas?
No puedo certificarlo, pero sí puedo asegurarle que hubo guerrilleros patriotas que, al encontrarse con bandoleros y sabiendo que estos perjudicaban a la causa, solían hacerlos presos y, en muchos casos, los fusilaban o los liquidaban de alguna forma e incluso los entregaban a los franceses.

¿Fue así hasta el final? ¿No pasó como en algunos casos de la guerrilla española tras la Guerra Civil, en la que los delitos en provecho propio se justificaron con motivaciones políticas?
Creo que no se pueden comparar las partidas de guerrilleros en la guerra de la Independencia, que sabían que sin el apoyo de la gente del campo estaban perdidos, con lo que fue la guerrilla tras la Guerra Civil.

La guerra de la Independencia da muchas mujeres heroínas. ¿Por qué?
Creo que entre esas heroínas no todas son mitos, pero en cierto sentido hubo necesidad de heroínas en contraposición a los héroes masculinos. Goya supo recoger en su obra El 2 de Mayo esa eclosión de heroínas: el cuadro muestra a una gran cantidad de mujeres en torno a los combatientes en la Puerta del Sol. ¿Por qué esa necesidad de heroínas? No lo sé exactamente. Quizá para redondear el papel de los dos sexos. Interpretar el porqué es más propio del terreno de la psicología de las masas que de la historia.

Un dato sorprendente en su libro: la guerra de la Independencia dio un guerrillero suicida. Fue un precursor.
Me sorprendió muchísimo encontrarme con ese dato y por eso lo he recogido en el libro. Fue un ciudadano anónimo, como suelen ser actualmente todos los guerrilleros suicidas, el que se inmoló en el puerto de Santander haciendo explotar barriles de pólvora y cajas de municiones para que no cayesen en manos de los franceses.

Hay en su libro datos sobre la guerra de la Independencia en los que he visto un cierto paralelismo con lo que pasó en los años del franquismo e incluso hoy. En 1808, los patriotas entraban bajo palio el retrato del rey, y en 1939, era Franco en persona el que entraba bajo palio. Se desmantelaron símbolos, como actualmente se desmantelan. Hubo agitadores pagados. Violencia. Se evaporó dinero público, y Cataluña se alarmó por el riesgo de pérdida del mercado español. Hubo gente que hizo el agosto en un clima de guerra como hicieron su agosto los estraperlistas en los años de posguerra, y se premió a los españoles buenos al tiempo que se reprimía a los malos...
Es cierto que pasaron todas esas cosas. De todo lo que usted cita me interesa especialmente el tema de los españoles buenos y los españoles malos. Al principio de la guerra de la Independencia eran malos españoles los llamados afrancesados. Durante los años de guerra esa percepción cambió: ya no eran malos españoles sino que habían dejado de ser españoles, no tenían derecho a serlo. Fue un cambio que se reflejó en el lenguaje de los decretos y en la propaganda. Se puede definir a alguien como mal español, pero lo que no se puede conseguir es que deje de ser español.

Muchos años después hubo quien dijo que Carrillo había dejado de ser español...
Es un tipo de absolutismo el considerar que sólo es buen patriota el que está de acuerdo con lo que dice el gobierno. En España, a fin de defender la religión, la Iglesia ha delegado en el poder político la intransigencia y la intolerancia que empezó en la guerra de la Independencia.

Escribe usted en las páginas dedicadas a Goya y a su obra Los desastres de la guerra: “Muchos de los amigos ilustrados de Goya sirvieron al nuevo régimen y, como ellos, Goya no ignoraba en absoluto las ventajas que el régimen bonapartista podía aportar a España, pero el saqueo del ejército imperial, el pillaje y la opresión habían alertado a muchos políticos bonapartistas de los terribles peligros que esa política suponía para el nuevo régimen”. ¿Cambió la mirada de Goya?
He escrito que durante el conflicto Goya permaneció sumido en una profunda ambivalencia respecto a la guerra, sus objetivos y sus medios. Oyó entre sus amigos numerosas historias sobre la brutalidad del ejército francés, pero, al mismo tiempo, la defensa de la Iglesia y de la religión no le atraían a la causa de los patriotas. Viviendo en esa ambivalencia, ocurrió lo que temían sus amigos ilustrados: que la barbarie de las clases populares no fue inferior a la de los franceses, como se demostró cuando esa furia se desató. A Goya le resultó imposible tomar partido: le enfurecía el salvajismo de los que había pensado eran civilizados franceses, y el salvajismo de la población sublevada le confirmó en sus peores temores sobre de lo que son capaces las clases populares cuando se dejan arrastrar por la violencia. El salvajismo en las pinturas de Goya sobre los desastres de la guerra aumenta conforme le van llegando noticias sobre la crueldad de la contienda.

Durante muchos años la guerra civil española fue cosa de los hispanistas británicos.
Eso pasó bajo el régimen franquista porque a los historiadores españoles les resultaba difícil acceder a material de primera mano. Hoy son muchos los españoles estudiosos del tema.

¿Por qué sigue despertando interés la guerra civil española?
Supongo que en el imaginario cultural, historiográfico de muchos pueblos de Europa fue una guerra ideológica, la primera lucha entre la democracia y el fascismo. Esto, en cuanto a los extranjeros. ¿Por qué sigue apasionando el tema a los españoles? La respuesta se la dejo a usted.

Prefiero terminar con las palabras finales de su libro, señor Fraser, cuando se pregunta si la guerra de la Independencia mereció la pena visto el resultado y deja la respuesta a Goya y al grabado, que el artista quería como cierre de Los desastres de la guerra, grabado en el que se ve un cadáver levantándose de un ataúd: “En sus manos sostiene una hoja de papel en la que figura, como si la hubiera escrito el muerto, una sola palabra: Nada”.

El señor Fraser ha bebido un largo trago de agua. Tenía la boca reseca. Hoy en día casi es más pesado promocionar un libro que escribirlo.

4-V-08, José Martí Gómez, magazine