´Acebes, el hombre sin atributos´, Pilar Rahola

Ulrich es un antihéroe, un hombre cuya existencia sin ambiciones le hace deambular por la vida como quien transita por un mundo ajeno. A través de él, Robert Musil - uno de los grandes del siglo XX- nos va relatando la gran crisis de valores que impregna el final del imperio austro-húngaro, y el desconcierto de una sociedad que no controla su destino. Ciertamente, Ángel Acebes no es Ulrich, si atendemos a esa falta de objetivos que connota al personaje central de El hombre sin atributos.Al contrario, Acebes es un hombre sobrecargado de ideología, entregado pasionalmente a un objetivo central. Es decir, si Ulrich es el hombre sin atributos, Acebes es el hombre con un único atributo, al que ha dedicado su lealtad y su capacidad. Sin embargo, se parecen en lo fundamental: los dos transitan por su sociedad al ritmo que marcan otros, disciplinadamente, como si la vida fuera un eterno viaje en metro en hora punta. Esa ha sido la mayor cualidad de Ángel Acebes y hoy es su peor carga: que él solo no representa nada.

Si Eduardo Zaplana simbolizaba la zona opaca del PP, con sus amistades del ladrillo, sus trajes caros y sus redes de influencias, Ángel Acebes representaba la zona translúcida, tan verdadera como parecía, sin otro misterio que el que marca la disciplina. Como personajes políticos, Zaplana era el más sinuoso y Acebes el más simple, y la suma de los dos confluía en la herencia del padre putativo Aznar. Esa herencia es la que hoy pesa como una losa en el nuevo partido que Mariano Rajoy quiere construir. Y por ello, la dilapida. ¿Estamos, pues, ante una etapa histórica nueva, como lo fue el tránsito de Antonio Hernández Mancha a José María Aznar? En las intenciones, no hay duda, y a las pruebas remite el lastre que Rajoy va tirando por la borda. Otra cosa es preguntarse si el liderazgo de Rajoy es tan fuerte como sus intenciones, y si el PP puede permitirse esos notorios viajes al centro.

¿Se lo puede permitir? Porque no se trata de lo que quisiéramos los que no votamos al Partido Popular y nos pasamos la vida dándole consejos: un partido sin crispación, sin radicalidad, sin anticatalanismo, sin clericalismo diluviano, sin patriotismo rancio, etcétera. Lo que se ha dado en llamar una derecha a la europea, es decir, una derecha centrada. Pareciera, por los movimientos de Rajoy, que esa misma derecha es la que busca el líder del PP, quizás harto de sufrir dos derrotas como candidato de la derecha radical. Pero quererlo es una cosa, y podérselo permitir es otra, y, en esta encrucijada es donde Rajoy se juega su futuro político. La cuestión central, pues, es si el PP y, con él, la España que lo ha votado masivamente y le ha aportado centenares de miles de votos más en estas elecciones, están preparados para virar bruscamente hacia el territorio ignoto del centro político. Sobre todo teniendo en cuenta que el territorio ideológico que el PP ha representado hasta la fecha estaba bien definido y se ha demostrado cómodo para millones de personas. Aznar era pura ideología en el sentido más pesante del término. Y con él, Mayor Oreja, Acebes, Zaplana… Prescindiendo de la herencia de Aznar y de la presencia física de sus principales avaladores, Mariano Rajoy envía señales inequívocas de cambio de rumbo. Pero, ¿hacia dónde? Y ese cambio de rumbo, ¿será digerible para la magna familia de votantes del PP? Cuanto más cerca del centro, menos radicalidad, más ambigüedad política y, por tanto, más desconcierto. Ello, que se ha demostrado efectivo para las derechas europeas, desde Angela Merkel hasta Nicolas Sarkozy, pasando por el recién elegido alcalde de Londres, el histriónico Boris Johnson, no resulta tan claro para la sociedad española. Es decir, puede que lo que pedimos los contrarios al PP, un partido más cercano a nuestras tesis - y a nuestra tranquilidad-, sea lo que confunda a sus propios seguidores. Porque, sin el buque insignia Aznar - que de momento es elúnico recuerdo victorioso que tienen los populares-, y sin la sobrecarga ideológica de los Acebes, a los millones de votantes del PP, especialmente a los que aman la sobredosis de adrenalina, sólo les quedan dos clavos ardiendo: Rouco Varela y Jiménez Losantos. Y esos clavos caminan en dirección opuesta al rumbo que está marcando Mariano Rajoy.

Concluyendo. Los movimientos de Rajoy, hasta la fecha, han conseguido el efecto terapéutico del aplauso de los contrarios al PP. Hasta Gabilondo aplaude a Rajoy, y Rajoy empieza a parecer un líder con personalidad. Sin embargo, ese marcar paquete propio está enfadando sonoramente a los históricos, haciendo crecer a los adversarios interiores, soliviantando a los gurús mediáticos y desconcertando a buena parte de sus seguidores. Y lo que es peor, no se sabe si resultará efectivo. Porque, de la misma forma que hay una España progresista, hay otra España que habita, sin complejos, en los valores de una derecha clerical y patriótico-española. Esa segunda España, ¿entenderá la virtualidad de una derecha centrada? Ese es el reto de Rajoy: reinventar el estilo bronca de sus líderes regionales, reeducar el gusto por la adrenalina de sus votantes y... no morir en el intento.

7-V-08, Pilar Rahola, lavanguardia