´Que vengan los payasos´, Ian Buruma

Beppo Grillo es uno de los cómicos más famosos de Italia. También es uno de los analistas políticos más influyentes del país. Su blog atrae 160.000 visitas diarias, y si pudiera postularse para el cargo de primer ministro (no puede, por una causa penal), más de la mitad de los votantes de Italia, según una encuesta del año pasado, habría considerado votar por él.

Grillo es también otro recordatorio de un fenómeno moderno: el papel importante de los comediantes en la política contemporánea. Hasta hace unos años, el único programa de televisión al que recurría la mayoría de los mexicanos en busca de información política se llamaba El mañanero,emitido entre las 6 y las 10 de la mañana. El conductor, entrevistador y principal analista era Víctor Trujillo, más conocido como Brozo el Payaso, disfrazado con una peluca verde y una nariz de goma roja. Fue Brozo el Payaso el que expuso un importante escándalo de corrupción en la oficina de un ex alcalde de Ciudad de México.

Los candidatos en Estados Unidos saben que lo verdaderamente importante es provocar risas en los programas cómicos de David Letterman o Jay Leno. Y, durante años, los liberales buscaron en Jon Stewart, otro talento cómico, los comentarios políticos críticos.

El entretenimiento cómico en la política no es un fenómeno moderno. Nerón era un asesino que entendía que debía entretener a las masas para ganar su apoyo.

Luego está la larga tradición del bufón de la corte con licencia para criticar al déspota endulzando sus púas con bromas. La cena anual del Club Gridiron en Washington, donde el presidente es satirizado por la prensa, es una reliquia de esta costumbre.

En Estados Unidos el límite entre espectáculo y política (o incluso religión) siempre ha sido poroso. Las similitudes entre el show de varietés, el encuentro evangélico y la convención partidaria son sorprendentes. A los europeos les gusta mofarse de los jaleos políticos norteamericanos por creerlos irremediablemente vulgares. La democracia exige un grado de espectacularidad y atrevimiento; los políticos necesitan seducir a la masa de votantes y no sólo a una elite, que puede permitirse ignorar a la plebe. Sólo los gobernantes comunistas pueden obligar a millones de personas a comprar sus obras completas, llenas de ideas inflexibles escritas en una prosa turgente.

El problema de muchos políticos democráticos hoy es que se han vuelto casi tan aburridos como los viejos autócratas comunistas. La mayoría, en especial en Europa, son políticos profesionales sin ninguna experiencia más allá de articular las palancas de las máquinas partidarias. Igual que los burócratas, los políticos profesionales han dominado el arte de no decir nada interesante en público. Son aconsejados por asesores de prensa y expertos en frases televisivas con gancho que son tan profesionales como ellos.

Los programas de televisión hábiles, presentados por conductores excelentemente pagados, son los únicos recintos donde los políticos profesionales se sienten lo suficientemente seguros como para enfrentarse al público. En consecuencia, el público se siente desengañado. Nunca desde los años treinta el disgusto popular con los políticos en Europa, EE.UU. y también en Japón estuvo en niveles tan altos. Esto es peligroso, porque puede terminar en disgusto con la democracia liberal.

¿El futuro pertenece, entonces, a los payasos, a la blogosfera anárquica, a los antipolíticos y a los hombres del espectáculo populistas? Si el éxito de un analista televisivo con una nariz de goma roja es una respuesta a los conductores tediosos y aduladores, el éxito político en los últimos años de animadores, demagogos y figuras públicas que hacen de su indiscreción una virtud es una bofetada a la clase política profesional que dicen despreciar.

La reciente reelección del gran hombre del espectáculo Silvio Berlusconi lo ilustra a la perfección. Si bien ninguno de los candidatos que aspiran a la presidencia de EE.UU. puede igualarlo en extravagancia, es fácil detectar tendencias similares. McCain derrotó a sus rivales republicanos más convencionales al aparentar ser totalmente distinto de ellos: un inconformista que dice lo que realmente quiere, un tipo duro con el guiño conocedor del hombre con experiencia.

Obama, al menos al empezar su campaña, tenía todo el carisma del feligrés, encendiendo a la gente con la chispa retórica de un gran evangélico. Así superó a Clinton, operadora consumada de la máquina partidaria. De algún modo, la candidatura de Obama ilustra los problemas que enfrentan hoy nuestras democracias. La gente no confía en los profesionales. Pero elegir a un payaso tampoco es la respuesta. Obama combina talento para el espectáculo y seriedad de una manera que podría inyectar nueva vida al sistema democrático. Pero ha sido manipulado hasta quedar atrapado en un dilema peculiar. Cuando el equipo de Hillary Clinton lo atacó acusándolo de superficial, indiscreto y ostentoso, él bajó el tono a su retórica evangélica y adoptó un aire más sobrio, más profesional. Pero, al hacerlo, puede haberse vuelto menos popular, y además lo acusan de elitismo. He aquí un caso donde un espectáculo un poco más vulgar puede ser exactamente lo que la democracia requiere. 

11-V-08, Ian Buruma, profesor de Derechos Humanos en el Bard College. Su último libro es ´Asesinato en Amsterdam. La muerte de Theo van Gogh´, lavanguardia