´Víctimas de segunda´, Joana Bonet

Nunca podría ser enfermera en la clínica San Rafael de Cádiz. Embargarían mi sueldo a base de multas por no llevar la falda blanca que incorpora el uniforme obligatorio y en su lugar enfundarme en unos pantalones, mi prenda de trabajo desde que entré a formar parte de la población activa. Con faldas, la jornada se hacía más larga y las carreras en las medias contribuían a potenciar el sentimiento de vulnerabilidad, además del frío del ventilador inmiscuyéndose entre los muslos. Admiro a las mujeres que consideran las faldas sus perfectas aliadas. Dominan el arte de las distancias, el tamaño de la zancada, el ángulo para agacharse a recoger un objeto reivindicando la feminidad de una tela con caída libre sobre su cuerpo. Pero venero más aún a aquellas pioneras que se atrevieron a cambiar su indumentaria recibiendo todo tipo de reprimendas: llevar trajes masculinos fue una de las acusaciones formuladas en el juicio contra Juana de Arco, también le valieron muchos disgustos a Catalina de Médicis, sin olvidar las palabras del pintor Eugène Delacroix, suscritas por muchos varones de la época: "El pantalón femenino es un insulto directo a los derechos del hombre", mon Dieu!

Algunos abuelos se quejaban de que con pantalones era imposible distinguir a un chico de una chica hasta que empezaron a utilizarlo las abuelas, expulsando cualquier rastro de lujuria. Pero hoy llevar pantalón continúa siendo reprobable si atendemos a las multas que de nuevo ha impuesto dicha clínica (y que ya fueron rechazadas ampliamente por varios organismos). Que este tipo de normas sigan vigentes en un país regido por la política paritaria resulta tan discutible como las leyes que castigan más a los hombres que a las mujeres por el mismo delito, según la sentencia dictada por el Tribunal Constitucional. No comparto la ortodoxia ideológica de quienes quieren hablar en nombre de todas las mujeres; se puede ser feminista pero estar en desacuerdo con que ese 10% de maltratadores que son mujeres según el Ministerio de Justicia (5% según el Observatorio Estatal de Violencia contra la Mujer) reciba menor castigo que el resto. Si bien el discurso de la discriminación positiva se justifica a la hora de desarrollar políticas sociales que garanticen la igualdad entre sexos - a la cual, sin su ayuda, no llegaríamos hasta el siglo XXII- es difícil defenderlo dentro de los fines propios del derecho penal. Por supuesto que convivimos con la arraigada herencia del patriarcado. Claro que existe una tipología de terrorismo masculino que debería estar tan perseguida como el terrorismo político. Y es probable que muchas de esas mujeres actúen en defensa propia, hecho que la justicia tendría que identificar y, en razón del mismo, juzgar. Pero tipificar los delitos en función del sexo basándose en la estadística abre la puerta a futuras leyes que constriñan los derechos fundamentales de la persona. ¿Qué pasaría si estuviese más penado el abandono de un recién nacido por parte de una mujer que por parte de un hombre?

Cualquier medida de choque para acabar con la lacra de la violencia de género - empezando por cómo se informa de dichas noticias, y por los medios, escasos, tanto humanos como económicos, que se invierten para aplicar la ley o su penetración, hasta ahora nula, en las escuelas- es urgente. Pero no comparto la alegría de quienes aplauden la resolución del Constitucional porque creo que, lejos de ser una medida efectiva, recrudece la polarización entre los sexos. Una víctima hombre debería valer tanto como una víctima mujer porque unos y otros tenemos el mismo derecho a llevar pantalones.

28-V-08, Joana Bonet, lavanguardia