´Soledad, maldición o refugio´, José Antonio Marina

Los sentimientos tienen geografía e historia. Se manifiestan de distinta manera en culturas y en momentos históricos diferentes. El alma humana siente de muchas maneras. Hay sociedades comunitarias y sociedades individualistas, y en cada una de ellas la presencia o ausencia del otro se vivirá de maneras diferentes. Amae es el sentimiento más importante de la cultura japonesa. Es un sentimiento de interdependencia, que implica “depender y contar con la benevolencia de otro, sentir desamparo y deseo de ser amado”. En Europa, la soledad ha sufrido pleamares y bajamares. La búsqueda de la soledad tuvo un origen religioso. Los eremitas se retiraban al desierto para vivir “a solas con el Solo”. Consideraban que el trato con los demás era una fuente de distracción o de tentaciones. San Simeón estilita, viviendo en lo alto de una columna, puede servir de símbolo de este afán de soledad. Sin embargo, durante la edad media, que fue una época transida de miedos, la soledad aparece como amenazadora. El Renacimiento trajo una afirmación de la individualidad y un nuevo deseo de volver hacia uno mismo, Petrarca escribe un tratado de la vida solicitaria (De vita solitaria). Hay tres soledades, dice: la del lugar, que es la del desierto; la del tiempo, como la que trae la noche; la del alma, como la experimentan aquellos a los que la profunda meditación separa de los demás y les permite estar solos donde y cuando quieren.

También Montaigne escribe sobre la soledad. La necesita para escribir, pero reconoce que los estudiosos son presa fácil de la melancolía. Esta palabra tiene enlaces sutiles. Significa una tristeza sin motivo y sin sufrimiento. Victor Hugo la definió como “la dicha de ser desdichado”. Aparece dotada de un aura poética, y los románticos la buscaron afanosamente y, a través de ella, la soledad. Eso produjo un enfrentamiento entre ilustrados y románticos. Los enciclopedistas detestaban la soledad, porque consideraban que el hombre es esencialmente sociable. El romanticismo, vuelto hacia la escucha de los sentimientos, sólo puede coordinar su pasión amorosa con su afán de soledad y melancolía, degustando amores desgraciados. Rilke, que es un posromántico, da una definición del amor que mantiene el mínimo de comunicación: “Dos soledades que se protegen, se completan, se limitan, se reverencian”. Su ideal es “amar de lejos y conservar para sí la soledad”.

Mucha gente teme la compañía, y también mucha gente teme la soledad. Este horror puede ser tan intenso que incite a mantener cualquier tipo de relación con tal de librarse de él. Albert Ellis, un gran terapeuta, en su estudio de las creencias falsas que amargan la vida, incluía la de quienes creen que nunca podrían vivir solos. Para evitar  fracasos recomendaba una “escuela para la soledad” paralela a una “escuela para la convivencia”.

Leo en L’Express: “En Francia hay diez millones de célibataires”, de personas que deciden vivir solas, en una soltería buscada. Parece que ha calado la pesimista frase de Sartre: “El infierno son los otros”. Sin embargo, las encuestas dicen que los solistas disfrutan más de la amistad. Tienen 3,1 amigos de media, mientras que las parejas sólo 1,8. La única condición que ponen es que la amistad no exija compromiso ni altere la independencia o la libertad. Muchos sociólogos se alarman ante la expansión de un individualismo feroz, que no acaba de reconocer la necesidad de vinculación. La soledad se ha convertido en la fortaleza. “Mi soledad es mi castillo”, piensa mucha gente, y desde ella hace excursiones al exterior, para volver siempre al refugio. La reconstrucción del vínculo social, la invención de nuevos sistemas afectivos para la convivencia, aparece así como una de nuestras prioridades culturales.

8-VI-08, José Antonio Marina, magazine