īLos manifiestosī, Manuel Trallero

Vuelven los manifiestos, que son como el monstruo aquel del lago Ness, que aparece y desaparece. Esta temporada se llevan muchos los manifiestos, un género literario que yo ya creía periclitado, una antigualla, una reliquia del siglo XIX en plena época del internet y de los SMS. Los manifiestos suelen tener como finalidad avisarnos del fin del mundo en alguna de sus más diversas modalidades, ora sea Gaudí en peligro, ora la inminente desaparición del castellano. Es decir, que el manifiesto es, sobre todo, un acto de moralidad pública. Por lo visto, las cosas no pueden continuar como hasta ahora - pecadores, arrepentíos- y se nos advierte de los peligros que nos acechan si no cambiamos de actitud, es decir, si no hacemos lo que dicen los firmantes.

¿Y quiénes son esas/ esos damas y caballeros para dar la voz de alarma, quitarnos la venda de los ojos y mostrarnos el verdadero camino? Pues son los abajo firmantes.Cuando uno en esta vida es un abajo firmante es muy importante saber quién es el abajo firmante contiguo, porque si es un personaje de relumbrón, uno, por simple contagio, se convierte en personaje de semejante guisa. Una vez el manifiesto está elaborado, discutido y retorcido hasta las entretelas, se produce una guerra cainita para saber quién va a firmarlo y quién no. Porque los abajo firmantes se consideran con una autoridad que no tenemos los demás para decirnos aquello que está bien y aquello que está mal. Aquí se inicia una guerra fratricida entre los que querían firmar el manifiesto y no son invitados a ellos, y aquellos que son invitados pero que por un quítame de ahí una coma se niegan a poner su rúbrica. Así que el mundo se divide en tres categorías insalvables: los abajo firmantes, los que quieren serlo y no pueden, y los que, pudiendo, no quieren. Total, un lío.

¿Sirven para algo los manifiestos? Principalmente, para que se produzca el anhelado contramanifiesto (cosa que en el caso del castellano ni está ni se le espera) y sobre todo para que se produzcan adhesiones. El adherente no es un abajo firmante pero luce buenas maneras. El manifiesto se va hinchando como un globo - de vanidad- hasta alcanzar proporciones extraordinarias y de repente parece que nos va la vida en la casa Batlló, en el castellano en Catalunya, en el Museu del Disseny o en las columnas de Puig i Cadafalch que Primo de Rivera - es decir, Tutankamon- mandó derruir. El manifiesto une a los abajo firmantes como una hipoteca y los separa del resto como un matrimonio. Al poco tiempo el manifiesto se diluye como un azucarillo en un vaso de agua y así hasta el próximo manifiesto, que tampoco nadie me invitará a firmar. A Dios gracias.

4-VII-08, Manuel Trallero, lavanguardia