ŽAcosoŽ, Clara Sanchis Mira

A Javier Naranjo lo llaman todos los días todas las compañías telefónicas para ofrecerle todas sus ofertas. No tiene suerte. Por alguna razón, su número parece el favorito de los comerciales. Mire, por favor, no me interesa, no me llamen más, ¿de acuerdo? Pero el teléfono siempre vuelve a sonar. Y otra voz cantarina le ofrece sus ofrecimientos. Buenos días, señor Naranjo, hemos comprobado que tiene usted un gasto en telefonía elevado, queremos ayudarle a rebajar el importe. No me ayude por favor, sobre todo no me ayuden ustedes a nada, que me tiemblan las piernas sólo de pensarlo. Pasan los meses y empieza a perder los nervios. Por favor, ¿cómo tengo que decirles que me dejen en paz? Oiga, a mí no me levante la voz. Oiga, ustedes están invadiendo mi espacio. Yo no le estoy invadiendo nada, señor, estoy haciendo mi trabajo, de la misma manera que hará usted el suyo, me parece a mí. Diariamente, recibe unas cinco llamadas. Hay voces de todos los colores, Javier construye en su imaginación una sucesión de rostros difusos. Esta es rubia y regordeta, este es un hombre huesudo con las cejas muy anchas, esta lleva gafas. También atisba pequeños rasgos de carácter, incluso involuntariamente. La música de cada frase arrastra un mensaje subterráneo más poderoso que su significado aparente. El tono, la inflexión sutil de cada palabra abre una brecha en la comunicación emocional, aunque sea en una capa muy leve y en escasos segundos. Hay voces cansinas, voces risueñas, voces timoratas, valientes, animosas, intolerantes e incluso levemente irascibles. En alguna diría que ha llegado a percibir un hartazgo parecido al suyo, algún asomo de vergüenza.

No me interesa, gruñe nada más descolgar. Pero si no me ha dejado ni empezar a hablar. No me interesa. Si no sabe lo que le voy a decir. Ustedes entran constantemente en mi intimidad, clama. Oiga, a mí no me interesa su intimidad. Aver, dice un día, póngame con el departamento de quejas. No tenemos departamento de quejas. Pues póngame con alguien que esté por encima de usted. Lo lamento, no es posible, no estoy autorizada. Javier conoce a otras personas que viven un acoso parecido, pero no hasta estos extremos. Desde que se levanta por la mañana ya sabe lo que va a pasar. Algunas veces ha intentado sobreponerse al asunto graciosamente. Perdone, señorita, es que no puedo atenderla en este momento porque estoy realizando el acto sexual con mi vecina, ha susurrado. Pero en realidad desayuna reconcomido por su indefensión con la mirada perdida en el zumo de naranja. Las compañías telefónicas entran en su casa y empiezan a entrar en sus pensamientos. Buenos días, estamos promocionando nuestras anchoítas en conserva, oye atónito una mañana. Otras empresas se abren paso en la pesadilla. Déjenme en paz, grita, no puedo más. A mí no me grite. Y qué puedo hacer para que no me llamen más. Oiga, no se ponga así. ¿No me puede quitar de su lista? Es que son marcaciones automáticas. ¿Marcaciones automáticas? Sí, nosotros no podemos hacer nada, su número está en nuestra base de datos y salta. Salta. Qué deshumanización. Javier Naranjo ha fallecido, contesta un día Javier Naranjo exhausto. Se produce un silencio. Ah, lo siento. Vale, pues gracias, suspira. Pero la voz se rehace sinuosa de improviso. ¿Y es usted su hijo, por un casual? Eh, sí. Entonces, ¿me permite que le comente nuestra oferta de este mes que incluye el alta de ADSL y las llamadas interurbanas gratuitas y descuentos en las internacionales? Oiga, por favor, estamos en el sepelio, balbucea, está el cuerpo presente. Ah, claro, disculpe. Javier se ríe tontamente hasta que la inconsistencia de su artimaña cae por su propio peso. Los comerciales cambian de identidad y el teléfono continúa sonando con la misma asiduidad, incluso con más. Javier Naranjo ha fallecido, repite una y otra vez.

18-VII-08, Clara Sanchis Mira, lavanguardia