īKaradzic y la banalidad del malī, Carlos Nadal

Es un tema recurrente el de por qué un hombre aparentemente normal, en circunstancias excepcionales de violencia colectiva se transforma en un frío criminal genocida capaz de dirigir el exterminio de miles de personas. Desde el holocausto de los judíos en la Alemania nazi la literatura sobre esta cuestión podría llenar edificios enteros. La violencia como forma del mal incluye reflexiones especiales sobre la violencia por causas de raza, de religión, por obsesiones fanáticas de tipo nacionalista o en razón de obtención o ejercicio del poder.

A propósito de la detención de Radovan Karadzic para ser juzgado por el Tribunal Internacional de La Haya se viene repitiendo que los crímenes cometidos en las guerras que acabaron con Yugoslavia entre los años 1992-1995 fueron los de mayor relieve después del holocausto nazi.

Es importante esta vinculación generalizada porque marca a la Europa del siglo XX con masivos actos de exterminio bajo la tipología jurídica de delitos entendidos como crímenes de guerra y como crímenes contra la humanidad.

El siglo XX entró en el pasado con la marca ominosa de este estigma. Se inició en los años diez con las guerras balcánicas y ha terminado en los noventa, también allí, con los brutales episodios bélicos de la desintegración de Yugoslavia. Y, en el periodo que va de este principio a este final, las dos guerras mundiales, el nazismo y el comunismo del llamado socialismo real elevaron a cimas increíbles la voluntad de ejecutar en masa.

Es una herencia difícilmente eludible. Hannah Arendt habló de "banalidad del mal", a propósito de Eichmann, el gran verdugo nazi del holocausto al relato y análisis de cuyo juicio en Jerusalén la escritora dedicó un libro. Se le ha discutido y criticado mucho esta idea de banalidad del mal, que ella ya matizó porque puede inducir a interpretarla como exclusión inaceptable de la responsabilidad personal en la ejecución de los delitos. Con la idea de banalidad más bien se acrecienta el horror del ensañamiento en los crímenes en masa. En el caso concreto de Karadzic esto está presente. En lo que respecta al personaje en sí y sus crímenes. Pero también, fomentando un estupor tal vez mayor, la banalidad injustificable de quienes participaron, coadyuvaron activamente en las siniestras tareas que Karadzic organizaba. Y todavía algo que resulta más inexplicable: la gente que aceptaba hasta con euforia los hechos por identificación patriótica en aquella Yugoslavia que se despedazaba, que reivindicar el ser serbio, croata, bosnio croata o bosnio musulmán justificaba todo tipo de desmanes, encarcelamientos, asesinatos, torturas, evacuaciones forzadas, despojo y destrucción de bienes.

¿En qué momento quienes han vivido y convivido en pacífica vecindad durante generaciones se dejan convencer de que el conocido, el amigo, incluso la persona con quien se ha contraído lazos familiares, es alguien a quien hay que desposeer, perseguir, eliminar? En los relatos de prensa de estos días impresiona la percepción transmitida de que la detención de Karadzic pasa casi inadvertida en Serbia. Como si los años del horror se hubieran diluido con el fin del siglo. Como si Karadzic fuera un desconocido que alguien ha sacado de los oscuros rincones de un pasado remoto con fines políticos muy concretos.

Contribuye a esta amnesia la misma reaparición del personaje responsable de las matanzas de Srebrenica y de Sarajevo bajo la apariencia de un buen hombre un tanto atrabiliario, dedicado a la medicina alternativa, que publicaba en la revista Vida Sana y daba conferencias. El Carnicero de Srebrenica,el funesto Doctor Muerte,que escribía poemas mientras sembraba la desolación y segaba vidas humanas sin piedad, había escapado de la justicia internacional durante trece años bajo el nombre de un tal Dragan David Dabic. Ahora, desenmascarado, Radovan Karadzic será llevado ante el Tribunal de La Haya. Pero quedan por detener otros grandes responsables de crímenes de guerra y contra la humanidad, como el que fue general Mladic. Y se calcula en decenas de miles los ejecutores de los crímenes que viven sin estorbos en Serbia. Es poco probable que se les pidan cuentas. Supondría, dicen, abrir heridas, detener un proceso de normalización política que permitirá en su día integrar a Serbia en la gran familia de la UE que tantos fantasmas de un pasado más lejano o más cercano ha tenido y tiene que exorcizar. Se habla de catarsis. Pero, en todo caso, muy parcial, selectiva, olvidadiza. Habría que tenerlo muy presente porque las fobias nacionalistas, racistas y religiosas están ahí, entre nosotros, ciudadanos de la UE que presumimos de estar exentos de estos pecados. Proceder a un balsámico borrón y cuenta nueva posiblemente sea inevitable aunque injusto. Y mantener encendido el rescoldo de la memoria, justo pero inconveniente.

Karadzic es todo un símbolo de una Europa que en la Sarajevo de 1914 comenzó el drama sin precedentes de los más desalmados ajustes de cuentas identitarios e ideológicos en dos guerras de alcance total. Y que en la misma Sarajevo mostró, al finalizar el siglo, el ciclo sin piedad de los odios llevados hasta extremos increíbles. En los Karadzic y Milosevic ha habido un factor personal de desequilibrio psíquico, hereditario en el caso del que fue presidente serbio. Que personajes de esta catadura hayan podido ganarse la consideración de héroes patrióticos en nombre de vindicaciones nacionales obliga a pensar en una Europa en la cual este tipo de heroicidad sea descalificada definitivamente. Objetivo que exige rigurosa atención y vigilancia.

27-VII-08, Carlos Nadal, lavanguardia