´Los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936´, Pascal Boniface

Los Juegos de Berlín de 1936 han quedado en la memoria colectiva como el símbolo de la recuperación de un acontecimiento deportivo por un régimen totalitario.

En 1931, los Juegos Olímpicos se habían concedido a Berlín en detrimento de Barcelona, donde acababa de instaurarse la II República. Francia, influyente en el COI, puso fin así a la estrategia de aislamiento de Alemania, que ya habría debido acoger los Juegos de 1916, anulados por la guerra. Desgraciadamente, Hitler llegó al poder en 1933. En un principio era escéptico sobre el interés de los Juegos, pero Goebbels le convenció para utilizarlos como herramienta de propaganda.

Hitler decidió entonces consagrar la colosal suma en la época de 20 millones de marcos a los Juegos. Se trataba, en el plano interno, de cosechar la adhesión popular en torno al régimen gracias al éxito del acontecimiento. Conviene recordar que los nazis concedían mucha importancia a la forma física y al culto al cuerpo. Se constituyó un lazo entre la Grecia antigua y la Alemania nazi. Se trataba además de promover el mito de la superioridad racial alemana.

Las revistas rebosaban de crónicas y reportajes sobre el tema. Las ciudades se cubrían de carteles. En Berlín comenzó la ceremonia del relevo de la llama olímpica. En la ceremonia de apertura el estadio estaba decorado con esvásticas y desfilaban las juventudes hitlerianas. En el inmenso estadio (100.000 espectadores) se reservó una vuelta a las secciones de asalto (SA). Eran los inicios de la televisión: 25 pantallas gigantes permitieron a todos los berlineses seguir los Juegos.

Fuera de Alemania, Hitler trataba de mitigar los temores que despertaba su régimen. Había que enseñar una Alemania pacífica y tolerante. Desde abril de 1933 se había puesto en práctica una política de arianización del deporte alemán. Los deportistas no ciudadanos (judíos o gitanos) habían sido excluidos de los equipos alemanes.

Durante los Juegos, los carteles antisemitas desaparecieron de Berlín y se suspendieron las leyes contra los homosexuales. La esgrimista Hélène Mayer, judía alemana, fue autorizada a participar, y otro judío alemán, el capitán Wolfgang Fürstner, fue nombrado director de la villa olímpica. Dos días después de la clausura le expulsaron de las fuerzas armadas por sus orígenes judíos y se suicidó.

Se habían hecho, estérilmente, numerosos llamamientos al boicot. Se organizaron unos contra-Juegos en Barcelona, que debían iniciarse el 19 de julio de 1936, cuando se produjo la sublevación militar franquista. Cuarenta y nueve países participaron en Berlín, un nuevo récord. El presidente estadounidense Roosevelt asistió a las ceremonias.

En el plano deportivo, fueron los Juegos de Jesse Owens, quien con sus cuatro medallas de oro invalidaba la tesis de la superioridad de la raza aria. Tras su victoria en el salto de longitud le felicitó largamente el segundo de la prueba, el alemán Lutz Long. La imagen de un alemán rubio abrazado a un atleta negro bajo los ojos de Hitler iba a causar la desgracia del campeón alemán. Se olvidó en cambio que Roosevelt, preocupado por consolidar su imagen en los estados del sur de EE. UU. para su reelección a la Casa Blanca, se negó a entrevistarse con Owens. La segregación de la población negra era aún una realidad en EE. UU.

9-VIII-08, Pascal Boniface, lavanguardia