´(´nuestro´) amor de ´cine´´, Luís Muiño

El amor no es una excepción. Hombres y mujeres compartían este sentimiento pero tuvieron diferencias en la forma de manifestarlo, en el impacto que tenía en el resto de sus vidas o en el papel que creían tener en las relaciones… ¿Cómo han evolucionado estas desigualdades? ¿Queda algo de las disimilitudes hombre–mujer a la hora de amar?

En 1927, F. W. Murnau rueda Amanecer. En la película, un hombre sin nombre mantiene una estable relación con su esposa (para el director son símbolos y no necesitan más identidad). Tienen un hijo y una tranquila vida de pareja. La luz que preside todas las escenas en que aparecen nos indica que todo es claridad… Hasta que una noche oscura, en una ciénaga, él mantiene una relación con otra mujer que le incita a matar a su esposa. Él se opone, pero la forma en que expresa su negativa se parece demasiado a un encuentro sexual…

En 1981, François Truffaut presenta su película La mujer de al lado. El romanticismo envuelve también esta cinta, que cuenta la historia de Mathilde y Bernard, dos antiguos amantes que, tras haber mantenido una relación muy traumática, se convierten –al cabo de ocho años– en vecinos cuando ambos ya están casados. El reencuentro despierta nuevamente la necesidad que tienen el uno del otro, un amor fou que no se deja vencer por el convencimiento racional de que su relación destruirá sus felices vidas…

En el 2002, Emilio Martínez Lázaro da su versión de las aventuras al margen de la pareja estable en El otro lado de la cama. Aquí el tono es ya completamente desenfadado. Sonia y Javier, Pedro y Paula, intercambian sus parejas con mentiras, celos y deseos de venganza. Pero lo hacen al ritmo de canciones frívolas e irónicas y creando situaciones muy divertidas que muchas parejas modernas conocen. Las difíciles decisiones que los protagonistas deben tomar se asemejan a las de Amanecer y La mujer de al lado. Pero en esta película ya nadie se tortura por el asunto: las diferencias entre hombres y mujeres se han reducido y es posible el entendimiento incluso en clave de humor.

El cine ha sido la clave de la educación sentimental de los últimos cien años. Hemos aprendido en el séptimo arte nuestra forma de coquetear, nuestra manera de odiar y, por supuesto, el arte de amar. La endoculturación fue dependiendo cada vez menos de nuestros padres (todo iba demasiado rápido y sus normas ya no nos servían). La gran pantalla se convirtió en nuestra referencia. Por eso es tan importante su forma de reflejar el sentimiento amoroso y la disparidad de género que existía en la forma de vivirlo. Y las películas mencionadas, aunque hagan de las relaciones extramatrimoniales su eje argumental, son buen ejemplo de ello.

Hasta hace unos años, se hablaba de dos diferencias fundamentales en la pasión masculina y femenina. La primera era la continuidad. Los hombres y las mujeres tenían una estructura sentimental diferente: había una preferencia profunda de lo femenino por lo continuo y una preferencia profunda de lo masculino por lo discontinuo. Ellas separaban los distintos estados emocionales menos que los hombres. Eran más holísticas, más globales: la ternura y la dulzura limitaban con el erotismo, se insertaban en él armoniosamente. La inteligencia y la comunicación intelectual podían resultar también eróticas.

Muchas investigaciones encontraban manifestaciones de ese patrón. Había experimentos que mostraban que para una mujer era más difícil 

distinguir amor de amistad. O que ellas confundían más a menudo el atractivo erótico de una persona con su atractivo moral: alguien guapo es, además, bueno, sincero.

El hombre, por su parte, tendía a acentuar las diferencias, a separar las distintas emociones. Era discontinuo: podía amar un día, olvidar al siguiente, volver a amar… Sus emociones funcionaban como compartimentos estancos y eso le permitía "querer a dos personas a la vez y no estar loco" (como rezaba el viejo bolero). Su erotismo era también más discontinuo que el femenino: funcionaba a intervalos de tiempo, comenzaba, llegaba a un punto y se agotaba…

El segundo factor de disparidad que aparecía clásicamente en los estudios era la pro-actividad. A ellos se les suponía tendentes a la acción: tomaban la iniciativa y hacían siempre algo (aunque no fuera lo que había que hacer). A las mujeres se las consideraba más refl exivas: analizaban mejor lo que estaba ocurriendo y empatizaban más con la otra persona - eran más hábiles a la hora de ver las cosas desde el otro punto de vista-. distinguir amor de amistad. O que ellas confundían más a menudo el atractivo erótico de una persona con su atractivo moral: alguien guapo es, además, bueno, sincero.

Se hicieron también muchos estudios que mostraban esa tendencia femenina en el amor a la refl exión desde la inteligencia emocional, y esa facilidad masculina para emprender acciones. Un ejemplo era la forma de "enfermar de amor". Las mujeres tenían problemas románticos relacionados con la salud mental por exceso de "pensamiento rumiativo". Eran propensas a dar demasiadas vueltas a cuestiones que no se podían resolver y eso las podía llevar a la depresión y la ansiedad. A fuerza de ir al fondo de las cosas, acababan quedándose allí.

En los hombres, sin embargo, era más habitual el sentimiento de culpa por las acciones realizadas. El amor nos hace excesivamente impulsivos y demasiado focalizadores en la toma de decisiones. Si movemos fi cha en pleno enamoramiento, seguramente lo haremos con más prisa de lo habitual y teniendo en cuenta un solo factor, nuestro sentimiento. No nos pararemos a pensar y, además, no tendremos en cuenta todo aquello que no tenga que ver con nuestra relación. En otra época era muy habitual que los hombres cayeran en el síndrome de Romeo y Julieta y que luego no estuvieran nada orgullosos del resultado.

Continuidad, pro-actividad… ¿cómo se fomentaban esas diferencias?

Tres investigaciones de los años ochenta (década en que se realizó La mujer de al lado,el punto de infl exión de este análisis) sirven para ver cómo hombres y mujeres aprendían que ser distintos era adaptativo…

En una de ellas se mostraba que, al hablar con niñas de entre diez y quince años, raramente se diferenciaba entre atracción erótica y atracción amorosa. Sin embargo, en el tipo de adjetivos que se usaba y en el tipo de evaluación que se hacía 

de la otra persona era claro que sí se hacía esa diferenciación al hablar con niños.

Otro experimento ejemplifica cómo se enseñaba a las mujeres refl exividad y empatía y a los hombres sensación de poder y acción. Fue realizado en una guardería inglesa y mostraba que, cuando un niño hacía algo, las cuidadoras le atendían en un 74% de los casos. Cuando era una niña, sólo se la atendía un 18% de veces. Es decir, que estas cuidadoras, inconscientemente, estaban reforzando la actividad masculina y la pasividad femenina. Y digo inconscientemente porque este experimento se hizo en una guardería de métodos pedagógicos avanzados que prestaba especial atención al planteamiento no sexista.

En la tercera investigación se pidió a un grupo de padres que describieran a sus recién nacidos. Tendían a describir a las niñas como delicadas, bonitas y débiles. En cambio, a sus hijos los consideraban fuertes, bien coordinados y robustos. Como se cuidó que todos los niños tuvieran el mismo peso y talla, parecía claro que estas descripciones parecían refl ejar más las expectativas de los padres que las características físicas reales…

Las mujeres y los hombres aprendían desde niños a ser diferentes. Y después llevaban estas diferencias al terreno del amor. El cine las re-fl ejaba y educaba a la siguiente generación en la necesidad de la desigualdad.

Por eso, en Amanecer, el hombre discontinuo puede mantener dos relaciones que funcionan como compartimentos estancos hasta que una de las mujeres, que busca el amor ininterrumpido, le pide que sea todo suyo. Para conseguir satisfacer esa necesidad de continuidad femenina él decide emprender una acción: matar a la otra. La empatía femenina en esta película llega al extremo máximo: por la mirada de la víctima nos damos cuenta de que comprende incluso al hombre que va a asesinarla. Son los años veinte: la pro-actividad y la continuidad masculina y sus complementarios femeninos pueden llegar a extremos dramáticos.

En La mujer de al lado todavía quedan restos de estas disimilitudes. Bernard es capaz, en ocasiones, de ignorar a Mathilde. Cuando otras pasiones le absorben puede sentirse fuera de ese amor destructivo. Es ella la que mantiene la continuidad de la relación: aunque sabe que acabará con ellos, no hace nada por impedirlo. La tendencia femenina a la refl exión le lleva a ver su amor como algo impelido por el destino. Pero estamos en los años ochenta y hay un personaje esencial en la película: la narradora, una mujer sensata y objetiva que narra los hechos con distancia. Para ella, Bernard y Mathilde tienen el atractivo que poseen los antiguos románticos: son ya de otra época.

Por fin, en El otro lado de la cama ya no quedan restos de esas antiguas diferencias. Las mujeres de la película son tan pro-activas y poco rumiativas como los hombres. Ellos y ellas dan las mismas vueltas a sus historias y tienen los mismos problemas en la toma de decisiones. Decidir entre una persona de la que uno se ha enamorado y otra por la que se siente amor compañero ha sido siempre difícil. Pero es igual de complicado para ellos y para ellas.

Hombres y mujeres, en El otro lado de la cama,se permiten a veces un amor de compartimentos estancos viviendo a la vez, sin problemas, la antigua y la nueva relación. Pero también sienten a veces la necesidad de la continuidad amorosa que se centra en una sola relación a lo largo de los días. Ya no hay diferencias amorosas entre uno y otro sexo. No importa que sean hombres y mujeres, solo importa su forma de ser y el momento que están viviendo.

¿Será ése el futuro?

23-VIII-08, Luis Muiño, es/lavanguardia