´La explosión y la creación´, Baltasar Porcel

¿El mayor evento en lo que va del nuevo siglo? Sin duda el acelerador de partículas o neutrones LHC, puesto en marcha en Ginebra, con su circuito de 27 kilómetros que permite alcanzar y mezclar radiaciones a la velocidad de la luz. Y esto tras 20 años de asombrosa labor científica y técnica, basada tanto en hechos comprobados como en la investigación teórica.

Con el que tantearemos el conocimiento de la explosión y evolución del fabuloso y atomizado fenómeno, o big bang, que presumiblemente constituyó la creación de la vida en todas sus facetas. Lo que estremece si pensamos que, 2.500 años atrás, los pensadores presocráticos griegos ya intuyeron la naturaleza del misterioso advenimiento. Como especularon sobre si se trataba de una permanencia cósmica, Parménides, o del ígneo poderío contradictorio y eternizado que fascinaba al genio de Heráclito.

Mientras, Anaxágoras dibujaba un número infinito ya de partículas o gérmenes, cuya conjunción motivaría la formación de todo lo visible. Y Demócrito imaginaba ese espacio causal a la manera que ha sido concebido el acelerador ginebrino, exasperado entre el vacío y los átomos. Y ajeno a cualquier teología determinista.

Convicción que continuó alentando durante siglos, pero perseguida y debido a ello velada en mentes preclaras. Hasta llegar otro genio: Darwin, quien con el Beagle abordó tantos puntos oceánicos, hallando la confirmación biológica de la materia en movimiento, y así selectiva. A la par que la negación filosófica del creacionismo, mando y ordeno taumatúrgico.

El único milagro somos las especies, pletóricas y distintas en sus cuerpos y espíritu en infinita aleación. Aunque en Catalunya una simiesca efigie darwiniana fuera el emblema del anís del Mono.

El viernes hablábamos de brujas. Fíjense: los diablos que les atribuimos tienen formas de gatos y serpientes; o sea, dioses egipcios caseros y sabios; y el macho cabrío de los aquelarres proviene de la reproductora divinidad cananea agraria. O sea, símbolos de los pueblos enemigos de Moisés.

Y que, al fin, constituyeron el infierno cristiano, una supuesta maldad inferior que podía cautivarnos, según provecho de los poderosos, erigidos en falaces liberadores. Ajenos a la inteligencia, el arte y la ciencia, a la ilusión. Y así estuvimos hasta que, siglo XVIII, el racionalismo de los Diderot y Voltaire, como Kant - también apoyado en un viejo griego, Platón-, esparció la semilla del mundo moderno.

El que derrumbó el teocrático Antiguo Régimen y abrió la era de la democracia, el pan en la mesa y la Ilustración. Como Galileo o Servet habían hecho experimentalmente con la ciencia física. ¡Qué engreído chocho aquel Luis XIV, que encima se creía rey Sol! Cuando ese astro es sinónimo material y conceptual de libertad y energía.

14-IX-08, Baltasar Porcel, lavanguardia