´Desear´, Clara Sanchis Mira

Detrás de un periódico, en un tren de cercanías, espío la conversación de cinco chicas. Son secretarias y administrativas y comentan desenfadadas los efectos y las dosis de Lexatín o Trankimazín que consumen diariamente cual caramelo de menta. Resulta que todas se sienten preocupadas y nerviosas sin saber porqué, lloran sin razón aparente y comparten una angustiosa sensación de soledad y desmotivación. Las pastillitas que filtran y moldean nuestros estados de ánimo están a la orden del día. Viajamos en un tiovivo de oportunidades, me digo, en todo, desde lo profesional hasta lo afectivo. Las expectativas de éxito fácil que nos ofrece en multicolor este mundo nuestro de usar y tirar nos emborrachan en un espejismo donde todo es posible. Todo está al alcance de la mano, la zanahoria delante de la nariz. Luego el paso de los días se nos escurre entre los dedos. Dicen los psicólogos que los humanos necesitamos proyectarnos hacia alguna parte, perseguir algún objetivo claro y desear. No ser capaces de imaginarnos en un futuro tangible es una causa de depresión. Imaginarnos en veinte futuros posibles a la vez, a lo mejor es lo mismo.

Agarrada a la fregona, Onica aparece en el quicio de la puerta de la cocina. Es una mujer alta y fuerte, de mirada incisiva y ojeras profundas que trabaja con precisión y sin tiempo que perder. Su voz es grave y arrastra un fuerte acento rumano. "Perdone. He pensado en hacer un curso. No sé si usted sabe algo". Sorprendida, adopto mi tono maternal removiendo el café. Le digo que me parece una buena idea, que mire en el centro cultural de su barrio que seguramente ofrece clases baratas de dibujo, o de cerámica. Sin soltar la fregona, me mira con extrañeza. O que se apunte a unas clases de baile, o que cante en un coro, que es muy relajante, añado removiendo el café con más velocidad. Pero tampoco responde. "¿O tú habías pensado en algo?", digo en un silencio raro.

"Guarda de seguridad", responde. Vaya. Me quedo a cuadros. Aunque claro, bien mirado, es lógico. Lo poco que sé de la vida de Onica es que es una vida de pico y pala. Inmigrante, con dos hijos, abandonada por su marido alcohólico, limpia casas desde el amanecer. "Un curso de guarda de seguridad para después poder trabajar también por las noches, pedir un crédito y comprarme una casa aquí", remata decidida y satisfecha de sí misma.

No le digo que no sé nada de cursos de guarda de seguridad pero que seguramente valen dinero, y que después conseguir trabajo debe de ser bastante difícil, y más en este momento. Ni que pedir un crédito es arduo y complicado, y más para una inmigrante con trabajos eventuales. Ni cómo, en el caso remoto de llegar hasta ahí, la mensualidad iría aumentando hasta hacerse insoportable, por esos movimientos misteriosos del dinero que las personas de a pie no alcanzamos a entender y que los empleados de banca te comunican arqueando las cejas, como si fuera lo más normal del mundo y tú no te hubieras enterado.

El deseo de Onica es sencillo. Aprende una cosa, encuentra trabajo, pide un crédito y se compra una casa. La idea es buena y tiene sentido. Al formularla le brillan los ojos. Las gentes que emigran son personas valientes y emprendedoras que han sido capaces de coger las riendas de su vida para aventurarse en un país desconocido y bastante hostil. Comprarse una casa aquí suele ser su deseo común. Echar raíces y tener estabilidad. Desconocen los entresijos laborales y económicos de nuestra sociedad, pero luchan con fuerza por lograr un objetivo concreto, son capaces de imaginarse a sí mismos, con sencillez, en un futuro mejor, y es poco probable que necesiten ansiolíticos. Su presencia entre nosotros no sólo revitaliza el mercado laboral, es posible que también, de alguna manera, ayude a reconducir el tono de nuestra salud mental.

26-IX-08, Clara Sanchis Mira, lavanguardia