´Harvard: ejemplo del mejor modelo de Universidad´, David Dusster

La fiesta ha empezado en un sótano del Memorial Hall, pero, antes de presentar uno por uno a los jugadores del equipo de fútbol americano que van a jugar la gran final al día siguiente, un grupo de apenas una docena de estudiantes imperturbables bajo la lluvia ha acompañado a la banda musical frente a la estatua de bronce de John Harvard para cumplir con el acto litúrgico de rendir tributo al benefactor de la unversidad. Lanzan cánticos y aplauden a los músicos de uniforme carmesí, el color oficial de Harvard. Parecen una pandilla de muchachos con ganas de divertirse y lo son, pero entre ellos se encuentran estudiantes como Chris Lewis, un bostoniano de 21 años que sueña con ser médico y con poder mejorar las políticas de salud de su país. Tal vez de entre estos jóvenes que ahora se desgañitan bajo el aguacero algún día salga un presidente de Estados Unidos, un científico premio Nobel, un escritor de renombre o incluso un actor famoso: son alumnos de Harvard, el templo de la enseñanza.
.
Además de recurrir a él para implorar ayuda antes de los grandes retos deportivos, la figura sedente de John Harvard, que preside el campus principal, hace de altar para los nuevos alumnos, que acuden a acariciar los zapatos de bronce como ceremonia de buen augurio. Dicen que la efigie encierra tres mentiras. En primer lugar, y aunque la universidad lleve su nombre, no fue el fundador del centro sino un mecenas que legó terrenos y una colección de libros a la institución. En segundo lugar, la universidad no fue fundada en 1638 sino dos años antes, en 1636, mucho antes de la formación de Estados Unidos. Y en tercer lugar, la imagen de la estatua, de principios del siglo pasado, representa a un estudiante anónimo, pues no se conservaban retratos de John Harvard. De cualquier forma, han pasado los siglos y Harvard sigue siendo cuna de la excelencia educativa, distinguida de forma consecutiva en los últimos cinco años como la mejor universidad del mundo por los dos principales rankings, el del Thes, suplemento educativo del diario británico The Times, y el Arwu, que elabora la Universidad Jiao Tong de Shanghai.
.

Chris Lewis, bostoniano de 21 años que va a empezar su cuarto año de undergraduate, estudia en su habitación de la casa Lowell, una de las residencias de estudiantes de Harvard.

“¿La mejor? Eso es muy difícil de saber, no hay que hacer caso de esas clasificaciones, aunque creo que, en mi caso, no hay un lugar más adecuado para enseñar e investigar medicina”, afirma tajante el profesor de Biología Celular Spyros Artavanis-Tsakonas. El equipo de Artavanis-Tsakonas, que lleva diez años ejerciendo en Harvard después de otros 16 en Yale, centra sus esfuerzos en el estudio de las formas de comunicación entre las células para entender los mecanismos de creación del cáncer. “Es como cuando hablamos por teléfono, que lo hacemos sabiendo que hablamos por un aparato y que en el otro lado un receptor es capaz de oír lo que decimos, pero en el fondo no comprendemos cómo funciona; pues en las células sucede lo mismo, que tienen que hablar entre ellas porque si no lo hacen pueden ser cancerígenas, y lo que queremos es comprender cómo se comunican.”

Un rótulo de cartón colgado en el laboratorio que dirige Artavanis-Tsakonas da la bienvenida a la casa de las moscas, una broma que hace referencia a las 20.000 moscas guardadas para experimentar. “Los mecanismos básicos que rigen las estructuras de las células son básicamente los mismos en las moscas que en los humanos”, apunta el profesor, de cabellos grisáceos, gafas redondeadas y sonrisa socarrona. De origen griego, Spyros Artavanis-Tsakonas se ha rodeado de un equipo internacional de 18 científicos, la mayoría licenciados en medicina que reciben un sueldo competitivo para realizar el posgrado, como Sanja Sale, una croata que está analizando en su ordenador la evolución de un tumor ovárico inducido a un ratón. Cada año llegan al despacho de Artavanis-Tsakonas unos cincuenta currículum para integrarse en el trabajo del laboratorio, y solamente un par de peticiones acaban en una entrevista formal. “Harvard da facilidades para investigar y a cambio exige mucha productividad, aquí hay que ofrecer resultados porque de lo contrario se corta la financiación, y cada vez cuesta más obtener dinero porque el entorno en Estados Unidos se está volviendo hostil, pues en el Gobierno hay gente que cree en el creacionismo en lugar de la evolución; de hecho, en este país un 40 por ciento de la gente cree en la creación divina pese a que eso va contra toda evidencia científica, y eso es un problema de cara al futuro.”

Un catedrático titular como Spyros Artavanis-Tsakonas no está obligado a jubilarse, se retira cuando quiere o no se retira. Sin embargo, el camino no es fácil. Primero hay que empezar siendo profesor agregado durante un máximo de tres años. Luego hay que pasar a ser adjunto durante un periodo máximo de cinco años. Y finalmente hay que ganarse la plaza de titular. Los sueldos se sitúan alrededor de los 150.000 dólares anuales, más los beneficios en seguros médicos y otras ventajas que pueden ser un 25% del salario. Las obligaciones no terminan siquiera cuando se obtiene plaza fija, pues la universidad financia solamente una parte del presupuesto de cada departamento y el resto tiene que obtenerlo el profesor presentando proyectos y resultados de investigación.
.

La facultad de Medicina de Harvard (HMS, Harvard Medical School) es una de las 14 que integran la universidad, creada sólo seis años después que el primer barco de pioneros británicos fundase una colonia en Nueva Inglaterra, en la ciudad de Boston. La elite de los colonos decidió que debía haber una entidad educativa de prestigio en el Nuevo Mundo e, influidos por su educación en la británica Universidad de Cambridge, abrieron la institución, cuyo primer idioma oficial fue el latín, en los terrenos de la orilla norte del río Charles. Al sur del río quedaba Boston, y al norte, la nueva localidad universitaria fue bautizada, de forma poco original, Cambridge. De la HMS, que curiosamente se ubica en Boston, lejos del campus principal de Harvard, en una zona llamada área médica de Longwood que comprende hospitales y centros asociados, han salido 12 premios Nobel de Medicina, el último obtenido en el 2004 por Linda Buck gracias a sus descubrimientos para entender el sentido del olfato.
.
La opción de Harvard también resulta muy dura para los estudiantes. Chris Lewis afronta el último de los cuatro cursos de la licenciatura básica con la esperanza de poder ser admitido después por la facultad de Medicina. No es fácil. De los 5.806 estudiantes que lo solicitaron en el 2006 para entrar en el último curso académico, solamente lo lograron 166. La exigencia académica es tan grande que el dinero, pese a los 58.500 dólares que cuesta estudiar Medicina, no es el principal problema gracias a un sistema de becas y préstamos que cubre al 70% de los alumnos. Las ayudas financieras son uno de los principios que se mantienen en Harvard desde su fundación. Si en el siglo XVII se admitían pagos de matrícula en especias como cereales, maíz, centeno, leña o vacas, ahora se valoran los expedientes al margen de las capacidades económicas. Se trata de que ningún talento se pierda por escasez de medios.
.
“Para mí, entrar en Harvard fue una lección de humildad porque siempre había sido el mejor de mi clase y de repente me vi como uno más, rodeado de gente muy inteligente, y eso fue muy chocante”, admite Chris Lewis, que era el número uno de su promoción en el instituto público de enseñanza secundaria Weymouth, en las afueras de Boston. Lewis estudia materias tan diferentes como química o el idioma castellano, y aunque hay un control continuo de las asignaturas, muchas veces oral, también hay tiempo para practicar deporte, asistir a conferencias y participar de iniciativas culturales. Pese a la proximidad de la casa paterna, Chris Lewis ha preferido estar interno en la residencia de estudiantes. Los estadounidenses son amantes de las costumbres y los ritos de paso, y la universidad es uno de los más importantes, pues normalmente sella la independencia del hijo o la hija, que suele trasladarse a otra ciudad del país para cursar sus estudios.
.
“Lo más conveniente es estar alojado junto a mis compañeros porque así convivo con gente que tiene muchas inquietudes”, valora Lewis sin dudarlo, en la sala común de la casa Lowell, dotada con una gran pantalla de televisión, un piano y paredes decoradas con frescos que evocan imágenes de la revolución americana. La casa Lowell, con su arquitectura de inspiración rusa y su campanario rematado con una cúpula bulbosa, es una de las más bonitas del complejo residencial de Harvard, y se sitúa en los alrededores del campus. Sólo los novatos, los freshman, viven dentro de los jardines del campus, detrás de las fachadas de ladrillo y hiedra, junto a la estatua de John Harvard, el University Hall que acoge las oficinas de los decanos y la imponente biblioteca Widener, que tiene el fondo más grande entre todas las universidades del mundo. Los estudiantes de segundo año son sophomores; los de tercero son junior, y los de cuarto, senior. Así ha sido y así es la jerarquía en una universidad estadounidense, inmutable al paso del tiempo.
.
La biblioteca Widener, que contiene 15 millones de títulos, entre ellos un ejemplar original de una Biblia de Gutenberg, se reconoce, además de por haber salido en innumerables películas, por la gran escalinata que conduce a la fachada con columnas, construida en el estilo neoclásico tardío que a finales del XIX y principios del XX aportó majestuosidad y sobriedad a la mayoría de los edificios públicos de Estados Unidos. De hecho, del Harvard original del siglo XVII apenas queda nada, aunque el departamento de Arqueología de vez en cuando desentierre algunas piezas valiosas del subsuelo del campus. La colosal biblioteca de vitrales, por ejemplo, fue realidad en 1915 gracias a la voluntad de la familia de Harry Widener, una de las víctimas del Titanic, que había manifestado su deseo de donar su colección de libros a Harvard. Otro edificio emblemático de la universidad es el Memorial Hall, de estilo gótico-victoriano con dos torres de aguja, levantado en 1878 como homenaje a los caídos en la guerra civil americana y que alberga el aula magna. El Memorial Hall fue tomado por los estudiantes en los setenta durante las protestas contra la guerra de Vietnam. Pese a su carácter elitista, Harvard mantiene la fama de ser progresista y liberal, aunque entre los siete presidentes de Estados Unidos que han salido de sus clases ha habido demócratas, como Franklin Delano Roosevelt o John Fitzgerald Kennedy, y republicanos, como el actual jefe de Estado, George W. Bush.
.
Pese a que no existe un programa común aprobado por el gobierno como sucede en Europa, los primeros cuatro años de una universidad estadounidense sirven para adquirir conocimientos generales. Si el estudiante aprueba los cuatro cursos, se convierte en un undergraduate, un universitario no graduado, que entonces deberá elegir especialización. Chris Lewis, por ejemplo, aspira a estudiar otros cuatro años más de medicina y, si todo va bien, otros dos años más de residente para ser un graduate o licenciado, y después el doctorado… “Es un camino muy largo y difícil, pero la universidad te ayuda, te supervisa y te anima”, confiesa Chris Lewis, que quiere especializarse en endocrinología o medicina interna, y que este verano se ha desplazado a Barcelona y Amsterdam becado por Harvard para estudiar las políticas sanitarias europeas. Las tasas académicas de un curso de undergraduate en Harvard ascienden 32.557 dólares, pero si se añaden el seguro médico, el alojamiento, la alimentación y otros gastos, el total sube a 52.600 dólares.
El sistema educativo de las universidades americanas encaja poco con el modelo español y europeo. “La diferencia no está en los primeros años de universidad, sino en los doctorados y los másters; los cursos de doctorado son maravillosos, son de los mejores del mundo, y la universidad subvenciona a los elegidos para que puedan dedicarse al doctorado”, analiza Ángel Saenz-Badillos, catedrático de hebreo y director de la oficina del Real Colegio que la Universidad Complutense de Madrid tiene en Harvard. La oficina fue creada, según cuenta Saenz-Badillos, a instancias de Juan Carlos I, doctor honoris causa por Harvard: “El Rey dijo que teníamos que imitar al Real Colegio de Bolonia del siglo XVI, que llevó a España lo mejor del Renacimiento italiano, y que lo que había sido Italia para el Renacimiento lo era Harvard en el mundo de ahora”. Además de siete presidentes de Estados Unidos y un total de 43 premios Nobel, Harvard ha acunado a escritores como Norman Mailer, John Updike o T.S. Elliot, políticos como Benazir Bhutto o Ralph Nader, músicos como Leonard Bernstein, millonarios como David Rockefeller y actores como Tommy Lee Jones, Jack Lemmon o Mira Sorvino.
.
Miguel Almunia fue uno de los 38 españoles admitidos el curso pasado para cursar másters o doctorados en Harvard. En concreto, Almunia completó un máster en Desarrollo Internacional en la facultad Kennedy de Administración Pública, y su ambición es trabajar en un organismo internacional como la ONU o el Banco Mundial. “La política está descartada, ya la he sufrido demasiado de cerca”, dice Almunia, hijo del actual comisario europeo de Economía y ex secretario general de los socialistas españoles, que sacó un 9,2 de nota media de selectividad y fue admitido en Harvard tras presentar un escrito de intenciones y capacidades que valora un jurado.
.
“Cuando me aceptaron pensé que se habían equivocado, pero enseguida te das cuenta de que has entrado en la elite y que tienes que apuntar alto; además aquí ves que las universidades compiten por ser la mejor, y eso no pasa en España”, comenta Miguel Almunia, que, como la mayoría de sus compañeros, viste con tejanos y ropa informal. Almunia valora que existe un entramado de iniciativas, como las de los alumnos veteranos que asesoran y ayudan a los novatos que tienen problemas de adaptación o dudas académicas, para que los estudiantes vayan superando las dificultades en los estudios. “Otra diferencia es que aquí te dan una charla o hacen un debate y te vienen autoridades mundiales en la materia, como el otro día, que fui a un debate sobre el conflicto palestino-israelí y los ponentes eran Noam Chomsky (lingüista y politólogo polémico de origen judío y propalestino) y Allan Deschowitz (prestigioso abogado especialista), y ambos son profesores de Harvard”, añade Almunia.
.
La arquitectura de la facultad de Medicina, en un barrio de Boston, también responde al estilo neoclásico grandioso, pero, en lugar de edificios de ladrillo como los del campus principal de Harvard, se empleó el mármol. El Nuevo Edificio de Investigación de la HMS incorpora el vidrio y el acero al paisaje de la avenida Pasteur y se llama así porque todavía no se ha encontrado un mecenas que pague los 100 millones de dólares en los que Harvard ha tasado el nombre del bloque. En un despacho del interior, Philip Leder, profesor y presidente emérito del departamento de Genética, muestra orgulloso la Medalla Nacional de la Ciencia que le concedió Ronald Reagan cuando era presidente. Leder patentó el Oncomouse, el ratón que se usa para la investigación contra el cáncer, y define el código genético como un alfabeto que hay que descifrar. “Soy optimista respecto a la lucha contra el cáncer, al menos personalmente he hecho un viaje de la oscuridad a la luz: antes tenía pacientes de cáncer a los que no sabía explicar qué les sucedía y ahora ya sé por qué están enfermos, sólo hace falta poder curarlo”, resume Philip Leder con aire pedagógico al hacer balance de las tres décadas de avances en las que ha participado.
En Harvard, la enseñanza y la investigación van de la mano, pero, según el criterio de Philip Leder, “el secreto está en que tenemos muy buenos ­estudiantes”.°
.
21-IX-08, Davis Dusster, magazine