´Ripollet y los no niños´, Francesc-Marc Álvaro

El reciente crimen de Ripollet ha puesto en jaque a todos los expertos y nadie sabe a ciencia cierta qué provoca que unos adolescentes actúen de una forma tan brutal. ¿Qué llevó a unos amigos del instituto a ese punto de no retorno? Una chica de 14 años fue degollada y, a partir de ahora, policías y tribunales deberán esclarecer la cadena de acciones que desembocó en tragedia. Aparecen muchas hipótesis y entre ellas se cita la violencia machista, presente en edades tempranas, y la incapacidad para aceptar un fracaso amoroso o de otro tipo. Un lector de La Vanguardia digital apunta un factor interesante: tal vez los adolescentes viven hoy como mayores de edad, como si tuvieran 20 años.

Es un hecho comprobado que la infancia ha acortado su duración a una velocidad sobrecogedora. Los que fuimos niños en los años setenta del siglo XX observamos a las criaturas de hoy algo pasmados, incluso si se trata de nuestros hijos. Eso que etiquetamos como infancia se ha comprimido y, a la vez, ese tiempo extraño que siempre fue la adolescencia ha mutado tan radicalmente que no es nada fácil de interpretar. En un sistema que ha convertido la juventud en el centro de todos los deseos, iconos y reclamos, el adolescente tiene prisa por mimetizarse en esa forma privilegiada de adulto que llamamos joven, un estadio que algunos apuran hasta los 50.

Pero la infancia - no debe olvidarse- es una invención relativamente nueva en la historia. Nuestros padres, los que crecieron rodeados de los desastres de la guerra y las miserias de la posguerra, fueron adultos de la noche a la mañana, forzosamente responsables en unos tiempos con poco margen para la fantasía. Hoy, en varios países de África, Asia y América, tampoco existe la infancia tal como la conocemos en nuestra confortable Europa. Millones de menores son explotados, carecen de escuela, viven de lo que pueden y desconocen el significado de la palabra futuro. Lo que ocurre en nuestras sociedades opulentas es que ser niño y adolescente ha perdido prestigio y glamur, en la misma medida en que su protección ha aumentado obsesivamente. Esta es la desconcertante paradoja. Todo el mundo - menores y veteranos- quiere ser joven. Los segundos sólo corren el riesgo de hacer un poco el ridículo. Los primeros, en cambio, tienen muchas posibilidades de naufragar cuando el choque con la realidad supera unas expectativas basadas en lo ficticio.

¿Qué diferencia al no niño que fue mi padre del no niño que será mi hijo? Dos conceptos: precariedad y responsabilidad. Mi padre creció en un mundo sin salvavidas ni parachoques, a la intemperie, donde no era imaginable que el individuo pudiera escapar a las consecuencias de sus actos. Mi hijo se hará mayor en un universo impermeable de incontables airbags, tantos, que hemos hecho trizas el binomio libertad-responsabilidad.

7-XI-08, Francesc-Marc Álvaro, lavanguardia