´El país de los supervivientes´, Félix Flores

El extranjero, que ha desayunado pan recién hecho, miel y té, sale a las calles de Herat, soleadas desde primera hora de la mañana, mira primero a la izquierda, luego a la derecha, y al volver de nuevo la vista se encuentra con una figura azul de apariencia humana que desde detrás de una celosía de tejido murmura alguna cosa, una pregunta, probablemente en dari, el persa afgano que sirve de lengua de intercambio en el país. El forastero, que da toda comunicación por imposible, contesta en la suya propia, lo que provoca la huida instantánea de la mujer. Toda la prevención, todos los escrúpulos que albergaba ante la realidad afgana –del tipo “¿qué empatía puedo yo sentir aquí?”–, se condensan en ese momento. Más tarde, encontrar detrás del mostrador de la aerolínea nacional, en una oficina abierta a la avenida, sin puertas, una joven con la cara descubierta le deja maravillado. Ella sonríe tímidamente y alarga sus explicaciones de manera innecesaria, quizás porque disfruta del encuentro, de hablar en inglés con alguien de fuera.
Quien desde Occidente pretendiese grandes cambios en Afganistán hace sólo unos pocos años ahora sabe que tendrá que esperar. Cada año, en la región de Herat, un centenar de mujeres tratan de quemarse vivas. Muchas de ellas emigraron con sus maridos a Irán –que aquí es el referente de la modernidad– y enloquecen un tiempo después de su regreso, al ver perdida de nuevo cierta libertad de movimientos que tenían en el país vecino. Si es verdad lo que decía un funcionario de la ONU, que “a este país es como si le hubiera caído una bomba atómica”, no es menos cierto que sobre tanta desolación ha sido bastante sencillo forjar toda clase de falsedades. Aunque los talibanes siguen presentes en buena parte del país, no son ahora precisamente los fanáticos del turbante negro, pobres huérfanos de guerra educados por oscuros mulás en campos de refugiados de Pakistán, quienes llevan a las mujeres de Herat a la desesperación.

“Afganistán está devastado, sobre todo en su componente humano”, decía el funcionario, después de señalar en un mapa las provincias a las que “ya no podemos ni acercarnos porque nos jugamos la vida”. Y añadía: “No se recobrará hasta dentro de una o dos generaciones”. Un joven afgano llamado Doshd, de Jalalabad, junto a la frontera pakistaní, también tenía asumido este concepto: “Treinta años de guerra requieren sesenta años de reconstrucción”. Así de simple.

Hasta ahora, teniendo en cuenta que se partía del cero absoluto, afirman observadores interesados, algo se ha hecho. Y, como muestran muchas de las fotografías de Paula Bronstein, la vida pugna por abrirse paso en Afganistán a pesar de todo. Pero en los últimos tres años han ido decayendo las expectativas. Esto lo tienen muy bien calibrado los comerciantes del bazar de Kabul. Resulta muy interesante asistir a una larga, acalorada discusión entre dos afganos bien informados que concluye con una sola idea: si las tropas extranjeras son el remedio, en tanto que siguen siendo ocupantes son a la vez el problema.

La OTAN y el Pentágono han venido sosteniendo ante la opinión pública mundial que las cosas estaban mejorando, pero la realidad afgana, contundente y tozuda, destroza cualquier ficción. Cuando, según los datos de la ONU, unos seis millones de niñas volvían a tener acceso a la educación, los talibanes han ido cerrando escuelas por centenares en las regiones que controlan. Y estas no menguan, sino que van en aumento. Reconstituidos, los talibanes (o la insurgencia, hablando en términos genéricos, ya que de todo hay en este polvoriento campo de batalla) actúan de manera más pragmática que antes, y gracias a los beneficios que obtienen del narcotráfico pueden pagar a sus combatientes el triple de lo que el ejército da a los soldados o la policía a sus agentes, que caen por docenas en acto de servicio. Esto les ha permitido ejecutar mortíferos golpes de mano muy cerca de Kabul, obligando a los internacionales residentes en la capital a atrincherarse aún más en sus recintos cerrados y custodiados, en los que elaboran informes, comen y duermen. En el aeropuerto, frente al inmenso retratode Ahmad Sha Massud, el asesinado jefe muyahidín de la guerra contra los soviéticos, un tipo con un cartel de la firma de mercenarios Black­water –de triste fama en Iraq– espera a unos hombres grandotes que luego se pasearán por el fortificado hotel Serena con chalecos antibalas bajo sus camisetas.

Los coches norteamericanos, a toda velocidad, levantan nubes de polvo en los caminos y no se paran ante nada. El embajador ruso, un veterano del KGB de los tiempos de la ocupación soviética, dice a todo el que quiera escucharle que se están cometiendo los mismos errores que entonces.
Abdulah Nuri, un joven repeinado de modales occidentales algo exagerados, empleado en una embajada, tuvo que dejar a la mitad su curso de piloto de helicópteros de combate. Los estadounidenses, pese a sus compadreos con generales muyaidines cargados de medallas a los que apoyaron en dos guerras, no se fiaban a la hora de dejar en sus manos un arma tan sofisticada como imprescindible en estos territorios. Desde la expulsión de los talibanes de Kabul, en el 2001, Estados Unidos se resistió a formar y entrenar un ejército afgano, con lo que cedió una enorme ventaja a la nueva insurgencia, que ha sabido aprovechar los límites de la intervención norteamericana impuestos por el coste enorme de la guerra de Iraq y el manifiesto desinterés europeo. Ahora se asume que hay que enmendar el fallo, y hacerlo a toda prisa, porque la mayoría de los 37 países participantes en la misión ISAF hace oídos sordos a los llamamientos de la OTAN para que se comprometan un poco más.

Ausencia de estrategia, descoordinación y desidia, cuando no pura negación de la situación por parte tanto de estadounidenses como de europeos, han abonado no sólo la insurgencia sino también el cultivo del opio, del que se sirven por igual los talibanes y la camarilla corrupta del elegante presidente Hamid Karzai, invitado fijo en casa de George W. Bush que –sólo nominalmente– gobierna el país. El delicioso pan afgano lleva camino de convertirse en un bien escaso si los campesinos siguen cambiando el trigo por la amapola. En el 2007 hubo una cosecha récord; este año ha bajado un 19% debido únicamente a la sequía, según el observatorio especializado Senlis Council. Esta institución, que trabaja, como todas en Kabul, protegida tras un muro, ha predicado en el desierto durante años, advirtiendo de la dimensión gigantesca que iba adquiriendo el opio desde que comenzó la intervención estadounidense.

Por extraño que parezca, en el país que genera el 90% de la heroína que se consume en el mundo, la erradicación de los cultivos nunca ha sido una prioridad para nadie. Incluso la misión británica de la ISAF, en un intento absurdo de congraciarse con la población rural del feudo talibán de la provincia de Helmand, anunció por la radio que sus tropas no tenían nada que ver con los policías antidroga dedicados –para cubrir las apariencias– a descabezar adormideras a bastonazos. Peor todavía: según ha denunciado en The New York Times un ex delegado estadounidense de la lucha antidroga con rango de embajador, Thomas Schweich, en la conferencia internacional sobre Afganistán en el 2006 el problema fue minimizado. No se ha hecho el menor esfuerzo para elaborar una estrategia para combatirlo. El Senlis Council tiene una propuesta original de la que nadie hace caso: con todo ese opio se podría elaborar la morfina que hace falta en los hospitales de los países en desarrollo y que viene a representar el 80% de las necesidades mundiales. Afganistán podría ser una farmacia. El señor Sami, número dos del Ministerio Antidrogas, opinaba al respecto que “el aumento de la producción es tal, que primero habría que reducirla, y de todos modos el Ministerio de Justicia rechaza esta propuesta”.

Ahora es época de siembra. La semilla de un narcoestado ha sido plantada. Si de ella ha de surgir otra fase de la guerra, pronto se cosecharán nuevos horrores. Pero antes posiblemente aflorarán más denuncias de este caos, reproches entre los aliados occidentales –si EE.UU. decide dar un nuevo impulso– y vaticinios por parte de los militares que van perdiendo el miedo a llamar las cosas por su nombre sobre una derrota probable. Compondrán un panorama casi tan espantoso como la visión de la mujer de la burka.°

Un triangulo vicioso

Pakistán es un ejemplo paradigmático de las contradicciones de la política exterior de la Administración Bush, atrapada entre la retórica de la democratización y los imperativos de la guerra contra el terrorismo. ¿La prueba? La guerra de Afganistán.

Afganistán, Pakistán y Estados Unidos forman un triángulo vicioso que es un compendio de despropósitos. La guerrilla musulmana derrotó al invasor soviético con ayuda de Pakistán. Los distintos grupos islamistas se enfrentaron más tarde en un conflicto que terminó con la victoria de los talibanes, alimentados por Pakistán. A continuación, el régimen talibán dio refugio a Osama bin Laden, que se hizo yihadista autónomo tras combatir contra los soviéticos. Y acto seguido, Estados Unidos, que responsabilizó a Bin Laden del 11 de septiembre, derrocó a los talibanes con ayuda de Pakistán. EE.UU. acusa desde entonces a Pakistán de no hacer todo lo que puede contra los talibanes, sus ex aliados, que en las zonas tribales de la frontera están en su casa.

En Pakistán, que es un Estado islámico, el islamismo no ha caído del cielo. Históricamente, sus dirigentes, militares o civiles, han instrumentalizado el islam porque es el único factor que une un país fracturado en etnias rivales y con graves contenciosos con sus vecinos, fundamentalmente con India, que es su gran obsesión. El ejército pakistaní apoyó a los yihadistas que expulsaron a los soviéticos de Afganistán; organizó las guerrillas musulmanas que combaten en Cachemira, la manzana de la discordia con India, y después aupó a los talibanes hasta instalarlos en Kabul. Finalmente, cambió de bando, se alió con Estados Unidos y, como consecuencia, parte del genio islamista ha terminado escapándose de la botella.

Afganistán y Pakistán están separados por un contencioso fronterizo histórico. La actual divisoria entre los dos países, conocida como la línea Durand, nunca ha sido reconocida por los gobiernos afganos, que no renuncian a recuperar la provincia pakistaní de Frontera Noroccidental, habitada por pastunes, la etnia mayoritaria en Afganistán, y granero de los talibanes. La frontera entre los dos países fue establecida, entre 1880 y 1901, por un funcionario británico, Henry Mortimer Durand, que delimitó un país encajonado.

Pakistán, que desde la independencia ha perdido Cachemira y Bangladesh (ex Pakistán Oriental), colaboró en la creación del régimen talibán, pero no se movió por razones religiosas, sino nacionalistas. Con los talibanes en el poder, Pakistán tendría como vecino a un régimen religioso y no a nacionalistas pastunes que reclamarían lo que creen suyo. ¿Qué pretende, entonces, Pakistán? Dos cosas. Primero, que el presidente afgano, Hamid Karzai, un pastún, reconozca la línea Durand. Y segundo, que India reduzca su presencia en Afganistán, al que utiliza como peón en el interminable conflicto de Cachemira. Pero hay algo más: el desinterés pakistaní por una posible democratización de Afganistán. Chris Patten, ex comisario europeo para las Relaciones Exteriores, lo ha explicado así: “Si los militares pakistaníes no están interesados en promover la democracia en casa, ¿por qué van a promoverla en la del vecino?”.

Pakistán es un Estado fallido, pero sigue siendo clave en Afganistán, donde la guerra no va bien para la OTAN. Siete años después, militares y diplomáticos occidentales hablan cada vez más abiertamente de la posibilidad de una negociación con los talibanes que se dejen. Incluso el secretario de Defensa estadounidense, Robert Gates, ha reconocido la necesidad de un compromiso político. Pero los talibanes dan la callada por respuesta, lo que ha llevado a las tropas estadounidenses a intensificar sus bombardeos contra las áreas tribales pakistaníes en las que los talibanes tienen su refugio. Pero ¿por qué los militares pakistaníes no hacen lo mismo? Porque los ataques aéreos matan civiles, lo que alimenta el nacionalismo de los pastunes y a las filas de los talibanes, que amenazan con la independencia de los territorios repartidos entre Afganistán y Pakistán, donde viven unos 40 millones de pastunes.

Hace cuarenta años, Estados Unidos intervino en Camboya para cortar las líneas de aprovisionamiento de la guerrilla survietnamita. El resultado fue que las fuerzas comunistas terminaron imponiéndose en Camboya. Ahora, la Administración Bush puede estar cometiendo el mismo error con las incursiones militares en territorio pakistaní, lo que alimenta el huevo de la serpiente, ya de por sí apocalíptico. Pakistán es uno de los enigmas contemporáneos. Es un Estado cliente de Estados Unidos, pero odia a Estados Unidos; apoya a Washington en la guerra global contra el terrorismo, pero es una fábrica de terroristas, y es un país donde no abunda la ciencia, pero tiene la bomba atómica. Es decir, Pakistán es el ejemplo paradigmático de las contradicciones de la política exterior de la Administración Bush.

9-XI-08, Félix Flores, magazine