īLa fidelidad a unos coloresī, Mārius Serra

Los cincuenta años de la revolución cubana se han empezado a celebrar bajo una retórica low cost.Sólo tres mil cubanos asistieron al acto celebrado en el parque Carlos Manuel de Céspedes de Santiago de Cuba. El mensaje es invariable, pero las formas de transmitirlo cambian. Los fastos de Raúl Castro son distintos a los que organizaba su hermano. De entrada, sus discursos se parecen más a una partida de damas que a una de ajedrez; es decir, no aspiran al récord Guinness de duración. Además, los actos son concurridos, sí, pero al estilo Camp Nou: todos sentados y sin aglomeraciones. Finalmente, aun sin desviarse de la doctrina oficial, las palabras del hermano Raúl dejan cierto margen para que otras voces las superen por la izquierda. Basta leer sus consideraciones sobre Barack Obama y compararlas con las del resucitado subcomandante Marcos, que estos días anda echando pestes del hawaiano en Chiapas. La repentina incertidumbre con la que los países ricos afrontan la actual crisis económica parece suavizar la de Cuba. La desaparición pública de Fidel, esperada durante décadas por sus víctimas, coincide con grandes cambios en todas partes, empezando por Estados Unidos. Nadie creyó nunca que el futuro de Cuba fuese sencillo, pero el momento actual aumenta su complejidad y da más margen al régimen castrista para intentar una vía vagamente reformista. A pesar de las simpatías que siempre despertó Fidel en las filas del progresismo europeo, cabe recordar que Cuba es una dictadura militar cuyos logros socioeconómicos no ocultan la represión ejercida contra los disidentes. Aunque sólo sea para honrar a los represaliados, conviene repetirlo cada vez que la épica del Che y de Sierra Maestra salta a la palestra. Pero es que, además, las sociedades revolucionarias se constituyen en nombre de la libertad, la fraternidad y la igualdad, pero suelen acabar negando estos tres principios. ¿Cómo hablar de libertad en una sociedad tutelada en la que no se puede discrepar? ¿Cómo hablar de fraternidad cuando en cada vecindario existen ciudadanos dispuestos a velar por la pureza revolucionaria y a delatar a quienes no la practican? Y en cuanto a la igualdad, que es la gran divisa castrista, basta el cromático ejemplo de las matrículas para ponerla en duda. Por Cuba circulan vehículos con matrículas de media docena de colores que remarcan las diferencias sociales, en una planificación surgida del control enfermizo que requiere el sistema. ¿Igualdad? Si la matrícula es blanca, corresponde a un directivo revolucionario, tal vez a un ministro. Si es negra, a un diplomático extranjero, y entonces conviene aprenderse los códigos, porque no es lo mismo un enemigo 201 (Estados Unidos) que un amigo 222 (Venezuela). Las pocas matrículas amarillas corresponden a cubanos con recursos y las azules a autos de empresas estatales, aunque sean usados con fines particulares. Las verdes son las más sencillas, porque pertenecen a las fuerzas armadas, y las de color naranja las más complicadas: con letra K indican empresario extranjero; con pegatina blanca PEXT, profesional de la prensa (extranjera), y sin K ni PEXT, miembro de alguna iglesia: sacerdote católico (o monja), pastor evangélico o babalawo santero. Las dos primeras atraen a jineteras y vendedores (de puros, viagra...). La tercera, a compradores de paz. Finalmente, desde que Raúl Castro levantó la prohibición de alquilar autos, las matrículas de color burdeos con las letras TUR han perdido buena parte de su poder identificador. Raúl debería hacer rodar el disco de Newton.

5-I-09, Màrius Serra, lavanguardia