"¿Será esto una bendición?", Ricardo Ginés

"Él grita: cavad los unos la tierra más profunda, los otros cantad, sonad
él empuña el hierro del cinturón, lo blande, sus ojos son azules
cavad unos más hondo con las palas y los otros seguid tocando para la danza"
Paul Celan, Todesfuge/ Fuga de la Muerte

"No polemizar contra los turcos". Son palabras escritas al borde de un manuscrito después de la primera relectura que denotan la honestidad intelectual —en este caso, la voluntad a toda costa de huir de los tonos negros y blancos a la hora de analizar la realidad y plasmarla como ficción con palabras— de su autor y el preludio de una obra maestra en ciernes. Se trata del borrador de "Los primeros cuarenta días del Musa Dagh" y corre el mes de mayo de 1933.


Özlem Kaya
Vigilía en recuerdo de Hrant Dink en frente de su periódico Agos

En Alemania, donde su publicación será prohibida poco después, la población judía conoce esos días y paso a paso de forma más agresiva la obstaculización profesional como método discriminatorio, las campañas metódicas de odio y difamación así como los intentos de expulsión del país y, de no darse o tener lugar, exclusión en él por parte del régimen bautizado, con evidente ironía histórica, como nacionalsocialista.

Once años después, en 1944, la fractura civilizatoria que supone el complejo industrial dotado de la alta tecnología de aquel entonces necesario para el asesinato colectivo de seis millones de personas de origen judío en Europa, unas 200.000 procedentes de Alemania, se evidencia en el campo de exterminio de Auschwitz. Se trata del Armutszeugnis o testimonio de pobreza de una sociedad, la alemana de aquel entonces, sucesora en gran parte de la grandeza intelectual de principios del siglo XX y anterior escrita en alemán, en gran parte por judíos.

El mismo año, en 1944, "Musa Dagda Kirk Gün" como es titulada en turco (Belge, Istanbul 1997) ya es "la novela más popular en el Gheto de Varsovia", según el crítico literario alemán Marcel Reich-Ranicki en el semanario Die Zeit.

Su autor se llama Franz Werfel, un escritor austriaco de origen judío que en 1930 había empezado a tomar notas y hacer entrevistas acerca de la resistencia quince años antes, en 1915, de unos cinco mil armenios frente a la persecución de los Jóvenes Turcos en el Musa Dagh o Monte de Moisés, en la frontera de Turquía con Siria. Las matanzas de cientos de miles de armenios a finales del imperio otomano no solamente sirvieron acaso de inspiración, como legado ideológico de la miseria humana, para masacres posteriores como las de Camboya de 1972 a 1979 (Sydney Schanberg, La muerte y vida de Dith Pran) o Ruanda en 1994 (Jean Hatzfeld, Una temporada de machetes).

Supusieron además la implicación del núcleo que gestó lo que hoy se llama derin devlet o estado profundo en Turquía. Porque, según muchos analistas turcos, su comienzo data de 1913, con la creación de los cuerpos paramilitares bautizados como Teskilat-i-Mahsusa (La Organización Especial), bajo órdenes del ministerio de Interior otomano.

En el capítulo quinto —titulado "Intermedio de los Dioses"— Franz Werfel recrea un diálogo ficticio entre el entonces jefe del Estado Mayor otomano, Enver Pasa, llamado aquí "el dios de la guerra" y el Johannes Lepsius, teólogo evangélico alemán y en el volumen retratado como "ángel guardián de los armenios".

"Desea crear un nuevo imperio, Excelencia", asevera el doctor Lepsius ante el general, "pero el cadáver del pueblo armenio se quedará tumbado bajo sus cimientos. ¿Será esto una bendición?, ¿no habrá algún modo de encontrar todavía una forma pacífica?" A lo que el número uno del ejército otomano contesta tajante: "Entre el hombre y el bacilo de la peste no puede haber paz".


Najla Osseiran
Escena de la marcha fúnebre en homenaje al periodista

Que sea un autor judío —acompañado por "El cuento del último pensamiento" del también semita y escritor en alemán Edgar Hilsenrath— el que mejor haya sabido retratar la tragedia armenia, delata una especial sensibilidad, nacida de la experiencia, frente a un nacionalismo excluyente, homogeneizador y con tendencias homicidas.

Explica, asimismo, por qué Karl Kraus, el gran periodista austriaco, tituló un libro, impreso en 1922, con "Los últimos días de la Humanidad". Werfel había iniciado su andadura como escritor publicando poemas en la revista de Kraus, La Antorcha. Los intelectuales judíos europeos de entreguerras conocían la facticidad de la matanza de cientos de miles de armenios como política estatal de un régimen con ínfulas imperiales grandilocuentes como el otomano en su decadencia. Y eran conscientes asimismo del carácter beligerante del nacionalismo alemán venido a más.

Con este trasfondo, cuando la sombra del estado profundo volvió a acechar la historia del país descendiente jurídico del imperio otomano con la muerte del periodista Hrant Dink en enero del 2007, el cuestionamiento de la identidad turca se hizo apremiante. Pero esto supondría una relectura de la historia de la república desde su fundación, una deconstrucción del discurso nacionalista a la que el país, piensan varios analistas, no está en condiciones todavía de poder enfrentarse.

Todavía está fresco en la memoria que en 1983, hace apenas un cuarto de siglo, más del noventa por ciento de la población votó aquí en referéndum a favor de una constitución auspiciada por el estamento castrense tres años después de un sangriento golpe de estado militar. Como recuerda la película turca Eve Dönüs (Vuelta a Casa) (Ömer Ugur, 2006), esta Carta Magna incluye todavía una cláusula que impide juzgar a los generales golpistas.

"Es el comienzo de algo nuevo"
La marea humana, formada probablemente por más de cien mil personas de toda clase, edad y condición, fue creciendo a medida que pasaban las horas. Inundaba las calles de Estambul con cartulinas circulares en blanco y negro que rezaban casi de forma unánime "Todos somos armenios" y "Todos somos Hrant Dink" en la lengua turca, armenia y kurda. La marcha congregó a docenas de miles de turcos en Estambul el 23 de enero de 2007.

"Era un buen periodista, y culto además. Decía la verdad y la gente le quería mucho", explicaba Ali Kemal Könemek, un turco afable, barbudo y con gafas de sol. A su vez, Hasan Sönmez recordaba cuando Dink se ganó el corazón de la población turca. Fue en el momento que lloró debido al odio hacia su persona en una entrevista televisada el año anterior. Sönmez, de origen kurdo, vino a dar su adiós vestido de etiqueta y con una rosa en la solapa.

"Mi amor, cómo te puedo olvidar. Has dejado mis brazos pero no has abandonado el país que tanto has querido", había proclamado horas antes Rakel Dink, la viuda del periodista, acompañada de sus dos hijas e hijo.

Hrant Dink había muerto para quedarse, para lograr la victoria desde y después de la muerte. Esa es la esencia de su discurso o, por los menos, lo que supuso para la mayoría de los congregados. Además, su compañera durante tantos años se preguntó cómo Ogün Samast, de 17 años, podía haberse convertido en asesino a tan temprana edad: "Hasta que no nos preguntemos cómo es posible que un bebé se convierta en un asesino no habremos conseguido nada."

Rakel Dink tuvo el valor necesario para acabar de leer y liberó a una paloma. En aquel momento no sabía que Samast, el bebé, pasaría días llorando en la cárcel días después, según los medios turcos. Frente a ella, rodeando la sede del único periódico en turco y armenio de Turquía, miles de ciudadanos turcos que la habían escuchado expectantes iniciaron la marcha fúnebre.

Samast, un desempleado de Trebisonda, noreste de Turquía, fue elegido para asesinar a Dink por su "sangre fría" después de haber formado parte de un grupúsculo ultranacionalista de menores que ejercitaba el tiro al blanco en el bosque. Su mentor, Yasin Hayal, un ex presidiario cercano al minúsculo—pero significativo debido a su reflejo de una singularidad turca: la unión entre el ultranacionalismo y el islamismo—partido ultranacionalista BPP (Partido de la Gran Unidad), le facilitó el dinero y la pistola para matar a Dink.

La masa humana alcanzaría ocho kilómetros de longitud según el canal de televisión CNN turca cruzando el puente Gálata—siempre en la parte europea de la única ciudad del mundo que une dos continentes—hasta llegar a la iglesia armeno-ortodoxa de Meryem Ana (Virgen María) en la parte sur del Cuerno de Oro. Allí tuvo lugar la misa fúnebre oficiada por el patriarca armenio Mesrob II.

La viuda de Hrant pidió expresamente silencio en la marcha de despedida y salvo en contadas ocasiones se respetó su deseo. Cuando alguien empezaba a corear lemas era reprendido rápidamente de forma espontánea. Silencio solo roto por sentidos y fuertes aplausos. "Estamos luchando por un país diferente", enfatizaba la adolescente Bucna Önder con gesto decidido.

El sol acariciaba una sociedad civil crecida que rindió tributo a un intelectual que se esforzó en convertir su país en una sociedad consciente y orgullosa de su variedad religiosa, étnica y lingüistica. Lejos del encorsamiento kemalista y diametralmente opuesta tanto al islam político como al nacionalismo asesino. "Es el comienzo de algo nuevo", decía Kerem Coskun, otro ciudano turco, "pero no sé de que se trata."

Si Hrant Dink fue asesinado por luchar con sus palabras como arpones negros sobre el blanco del papel por una mayor libertad de expresión y el reconocimiento de la facticidad histórica del genocidio armenio en su país —algo que desata el odio de los ultranacionalistas turcos por considerarlo ofensas contra el honor y la unidad de la madre patria así como el recelo de un sector empresarial de peso que teme tener que pagar por ello el día de mañana— la respuesta había sido contundente.

Otra, empero, estaba en marcha. Mientras unos, en sentido figurado, cantaban y hacían sonar sus instrumentos con alegría, otra Turquía, también real, deseaba cavar la tumba con palas de resentimiento y odio lo más profundo posible.

¿Todos somos Hrant Dink? ¿Todos somos armenios? Los eslóganes, de tan repetidos, empiezan a hacer mella en la opinión pública. Al día siguiente del funeral multitudinario, el tema preferido de las tertulias televisivas y entrevistas a sesudos analistas no era el por qué o qué había fallado sino monólogos o bizantinas discusiones sobre lo acertado de estos lemas.

Sobre todo el "Hepimiz Ermeniyiz" suponía una afrenta directa a una ideología implantada en gran parte con éxito en el sistema educativo. A lo largo y ancho del país, por la mañana, siempre cerca de un busto del fundador de la república, Mustafa Kemal Atatürk, los colegiales de la primaria—de seis a catorce años por regla general—recitan el Ogrenci Adin (juramento del alumno) que comienza con un "Türküm doğruyum çalışkanım" (soy turco, honesto, trabajador) y finaliza con un "ne mutlum Türküm diyene!" (!Qué contento estoy de ser turco!). Y es solo un ejemplo de la importancia de la ideología nacionalista en la educación turca que se extiende más allá de la escuela. Y el nacionalismo puede matar. De hecho, ha matado a muchas personas.

Al día siguiente de la marcha fúnebre, el periódico nacionalista Tercüman abrió con un titular contundente: "Todos somos turcos" y en varias páginas web ultranacionalistas turcas —cuyos autores eran deseosos pero incapaces de empuñar el cinturón de hierro, de llevar a cabo lo que sus mentores habían deseado; el paternalismo de un jefe de familia violento hacia el resto de la sociedad turca— aparecía la frase "el auténtico genocidio empieza ahora".

29-IX-08, Ricardo Ginés, diariodeEstambul/lavanguardia