"1812 y el siglo de las luces", Luis Racionero

Se cumplen este año dos siglos desde la firma de la Constitución liberal de las Cortes de Cádiz mediante la invasión napoleónica que, si bien fue el enemigo que puso cerco a la ciudad, fue también la influencia filosófica que hiciera posible la primera Constitución liberal en España después de la edad media en que existieron tanto los Comuneros de Castilla como las Corts de Catalunya. La Carta Magna de 1812 española fue producto del Siglo de las Luces.

¿Por qué nos fascina el siglo XVIII?, se preguntaba Lytton Strachey mientras leía y reseñaba las cartas de Horace Walpole, analizaba el tedio de madame Du Deffand o la pasión de Mlle. De Lespairasse. Él mismo se sorprendía: “Su cualidad más irritante, esa asombrosa autosuficiencia es lo que nos lo hace tan atractivo”. Era una época que tenía un canon para el arte: las tres unidades en teatro, la armonía en música, los órdenes clásicos en arquitectura; tenía una filosofía basada en la razón y una ciencia empírica basada en las matemáticas; tenía un sistema político injusto, despótico y represivo, pero con normas muy claras; por último tenía un código de modales elaborado, refinado, estricto, sólo para las clases altas, que vivían a expensas de los demás.

De esto último salió la Revolución, que dio al traste con todo lo demás. Con todas las libertades adquiridas desde entonces: derechos para todos, estado del bienestar, pluralismo, respeto a las minorías, solidaridad, hemos mejorado inmensamente la sociedad respecto a aquel siglo, pero nos falta algo de aquella autosuficiencia, de aquel orden en lo estético, de aquella seguridad. Echamos de menos su canon de gusto, su orden, su claridad, su serenidad pero no su despotismo ni sus desigualdades. ¿Acaso el desconcierto actual es el precio que se debe pagar por la sociedad abierta que ahora disfrutamos?

Los románticos rompieron el canon, transgredieron el sentido común del realismo clásico, eclipsaron la razón con la sombra lunar de la emoción. El siglo de las luces cedió el paso al siglo de las revoluciones: la francesa, la comuna, la unificación de Italia y Alemania, la independencia de Grecia, a pesar de lo cual Stendhal se lamentaba que tras la caída del meteoro Napoleón el siglo había perdido intensidad y, por supuesto, emoción. El XIX fue el siglo burgués a pesar de sus revoluciones que solían quedarse en revueltas. En España ya no digamos: liberales contra monárquicos, carlistas contra isabelinos, alzamientos contra pronunciamientos y todos fusilados o exiliados.

España no estaba preparada para recibir la constitución burguesa de Francia, ni los Derechos del Hombre; seguían vigentes la monarquía y la Inquisición. La distancia mental de Francia a España en 1812 es la que va entre dos personajes claves de ese momento: Talleyrand y Fernando VII.

El encuentro impensable entre dos personalidades tan dispares se debió a un rencoroso capricho de Napoleón. En 1808
Bonaparte, por medio de Godoy y el canónigo Escoiquiz, consiguió que Carlos IV y el Príncipe de Asturias, futuro Fernando VII, renunciaran al trono y lo dejaran a la familia Bonaparte. Cómo pudo perpetrarse tamaño despropósito es algo que no cesará de preguntarse quien relea los pormenores de este patético asunto, tan humillante como grotesco: Godoy, la reina, el canónigo, Bonaparte, que se llevó la mejor parte y Fernando VII que acabó prisionero de Napoleón en el chateau de Valençay, propiedad de Talleyrand. Allí tenía recluidos y controlados Napoleón a los infantes de España, huéspedes de Talleyrand, príncipe de Perigord, pero oficialmente de Benevento. Talleyrand dio órdenes de que su mujer, la bella indiana de Madras, se ocupara de las distracciones y juegos de los príncipes, cosa que debió cumplir con tal exceso de celo que, cuando Napoleón vio a Talleyrand, le dijo para zaherirle:

–He oído que Mme. de Talleyrand ha intimado con el Príncipe de Asturias

–Así es, Sire, es una noticia que no os he comunicado porque no añade nada a vuestra gloria, ni a la mía.

Nada más dispar que las personalidades de Tayllerand y Fernando VII. Obcecado, corto, rencoroso e inculto, este; clarividente, inteligentísimo, sinuoso y refinado el francés. Los infantes de España con su tutor el duque de San Carlos lo pasaron bien en su encierro de Valençay hasta que Nelson, Wellington y la ceguera de Napoleón metiéndose en Rusia les devolvieron el trono tras el Congreso de Viena. Pero como diría el propio Talleyrand: “Los Borbones no han olvidado nada, ni han aprendido nada”, de modo que Fernando VII en cuanto volvió a España abolió la Constitución de 1812 y retomó el absolutismo, apoyado, cuando fue necesario, por los “cien mil hijos de San Luis” que fue la legión extranjera francesa que nos mandó la “Santa Alianza” cuando los liberales españoles se sublevaron para reclamar una monarquía constitucional e incluso una república.

De aquellos polvos estos lodos. España es un país sin tradición democrática, que podía haber comenzado en 1812, pero fue abolida por el siniestro Fernando VII. Ahora tenemos democracia desde 1977, unos treinta y cinco años, contra los doscientos que hubiésemos tenido de no intervenir el aciago Fernando VII. ¿Qué debía pensar Talleyrand de aquel palurdo? Quizás que la leyenda negra tenía algo de razón.

18-III-12, Luis Racionero, lavanguardia