"La civilización del espectáculo", Mario Vargas Llosa

Desde la casa de Mario Vargas Llosa en Lima se oye el mar... pero casi no puede verse, a causa de la garúa, esa lluvia finísima que tiñe la costa de una melancólica indefinición e impide divisar el horizonte. El Nobel nos muestra su amplia biblioteca, atiborrada de libros estrictamente clasificados, que acaba de donar a Arequipa, su ciudad natal; un cuadro en el que aparece él con unos perros al fondo, alusión al título de su primera novela; un montón de hipopótamos que colecciona desde que se los empezaron a regalar cuando publicó Kathie y el hipopótamo en 1983; unos grabados de Miró y Tàpies... Aunque residente en Madrid, pasa una temporada en Perú documentándose para su nueva novela, que sucede en la Piura actual. Esta semana ha publicado La civilización del espectáculo (Alfaguara), un ensayo en el que arremete contra la creciente frivolidad de la esfera pública y la degradación de la idea de cultura.

Parece que este libro surge de un disgusto profundo…

Bueno, los viejos se vuelven gruñones, ¿no? Tal vez yo diría, antes que “disgusto”, “preocupación”, “angustia”, “perplejidad”… Es una reflexión crítica sobre un fenómeno preocupante, la transformación de la idea de cultura en algo que hace de ella una forma de entretenimiento…

¿Qué hay de malo en diver­tirse?

Nada. Yo creo que la cultura debe ser entretenida, y que es una forma superior de entretenimiento y diversión, pero hasta hace poco no se contentó con ser sólo eso, en tanto que hoy parece que sí. En el mundo actual, el primer valor en la tabla de valores es el entretenimiento. Eso es legítimo, y usted sabe que yo no soy un puritano, pero convertir la natural propensión a pasarlo bien en un valor supremo tiene consecuencias: se banaliza la cultura, se generaliza la frivolidad y prolifera el periodismo chismográfico.

Sorprende que usted, un no creyente, reivindique aquí la importancia de la religio­sidad.

La cultura ha estado siempre muy cerca, a veces confundida, con la religión o la espiritualidad. Y sólo una minoría muy pequeña puede reemplazar enteramente con otra cosa la fe religiosa en un más allá. La gente necesita creer que esta vida no es la única, vivir una vida con sentido, y eso explica la perennidad de la religión, que sobrevive a todos los avances de la ciencia, que se creía que acabaría con el sentimiento mágico y religioso, pero no ha sido así.

Pero usted no cree. ¿Qué reemplaza en su caso a la fe religiosa?

Yo perdí la fe cuando era muy joven, casi un niño, y en mi caso la cultura ha reemplazado perfectamente la fuerza vital que da la creencia en Dios, pero me doy cuenta de que eso son casos muy excepcionales. No hay una sola sociedad en que el grueso de la población haya conseguido reemplazar de modo permanente la preocupación religiosa por la cultural. Lo importante es que la religión tenga un espacio perfectamente delimitado al campo de lo privado porque, si no, la libertad, al final, es incompatible con una religión que se sale de sus cauces.

En el campo político, usted observa que las normas del sistema democrático y la economía de mercado permitirían una sociedad razonablemente justa, si se aplicaran teniendo en cuenta la ética. Es decir: el problema no sería capitalismo sí o capitalismo no, sino la falta de ética, ¿no?

El elemento ético tiene que estar en el centro del sistema. Y, nos guste o no, para la mayoría la ética es un elemento esencial de la religión. Todos los grandes pensadores liberales, prácticamente sin excepción, han sido gente que tenía una fe o estaban convencidos de que la vida espiritual debía tener una presencia constante en el seno de la sociedad, porque de lo contrario la sociedad se corrompe, se degrada.

Usted arranca su libro comentando el ensayo Notas hacia la definición de cultura del poeta y crítico T.S. Eliot.

Eliot dijo ahí, ya en 1948: la cultura desaparecerá. Parecía una boutade y, sin embargo, se ha cumplido. Él escribió: “Y no veo razón alguna por la cual la decadencia de la cultura no pueda continuar y no podamos anticipar un tiempo, de alguna duración, del que se pueda decir que carece de cultura”. Pues bien, ese tiempo ha llegado, es el nuestro. La cultura, en el sentido que tradicionalmente se ha dado a este término, está a punto de desaparecer.

Este es el libro que estaba escribiendo en las bibliotecas públicas de Manhattan cuando le sorprendió el Nobel, ¿no?

Sí, antes del cataclismo. Lo estaba escribiendo en Nueva York, justamente el día en que el mundo entero se precipitó sobre mí. Así que lo he tenido que terminar en aeropuertos, a salto de mata, resistiendo la enorme presión mediática. Nunca he escrito de una manera tan interrumpida.

Entonces dijo que sería solamente un año de sufrimiento, hasta el siguiente premio Nobel…

Sí, ingenuo de mí, pero eligieron a un señor que, muy oportunamente, ¡había perdido el habla! ¡No sabe el poeta Tomas Tranströmer cuántos discursos, brindis, platós, entrevistas, mesas redondas, apretones de manos y conferencias se ha ahorrado! Y, al otro lado de la suerte, yo he tenido que padecer otro año de presión intensa.

La cultura de masas es buena, cree mucha gente, porque implica una democratización del saber, que todos puedan acceder a él. Pero usted dice que no.

Fue una idea ingenua creer que la cultura podía llegar a todos de la misma manera, eso simplemente no corre, la cultura tiene grados, niveles, no puedes pedir a todos que tengan la misma dedicación y vocación. Se parte de un buen sentimiento, pero la única manera de que la cultura llegue a todos es empobreciéndola. Se impuso la idea de que la noción de élite es antidemocrática, pero no han desaparecido las élites, sino la cultura. Desaparecieron unos patrones, unos valores que permitían establecer un orden de prelación entre las obras. Al desplomarse eso, se creó una confusión en la que llegaron las picardías, y las obras de arte reconocidas eran estafas. Somos la primera civilización que ha eliminado la distinción entre precio y valor. Una obra de arte vale lo que vale su cotización en el mercado, y eso es aberrante. En el campo de la pintura, la victoria de los farsantes es total, las artes plásticas son juego y farsa y nada más, con la complicidad de críticos papanatas que confieren estatuto de artista a los que, como mucho, son ilusionistas. Hoy tenemos artistas que defecan en público, músicos que se plantan ante el piano y no tocan ni una tecla… En la literatura, todavía hay algunos patrones que permiten distinguir lo que posee un valor auténtico. Nadie cree que el mejor escritor es el que gana más dinero.

Pero ¿qué hay de tan diferente entre la cultura de antes y la de hoy?

La diferencia esencial entre aquella cultura y este entretenimiento es que los productos de aquella pretendían trascender el presente, mientras que los productos de hoy son para ser consumidos al instante y desaparecer como las palomitas. Thomas Mann y Joyce, por un lado, y Bollywood y los conciertos de Shakira, por el otro. ¿Usted cree que Woody Allen es lo mismo que Buñuel? ¿Andy Warhol que Gauguin?

Pero siempre ha habido alta y baja cultura…

El mundo anglosajón hace tiempo que introdujo la distinción entre la “cultura de la ceja levantada”, como las novelas de Joyce; y la “cultura de la ceja alicaída”, que serían los libros de Hemingway, pues estos son accesibles a los lectores comunes. Pero es una clasificación dentro del ámbito de la cultura, y lo de hoy es diferente: se da a lo inculto, a lo chabacano, la misma dignidad que a lo culto.

Explica usted su decepción en la Bienalde Venecia…

La he visitado cuatro veces en mi vida, pero nunca más. No abriría las puertas de mi casa a uno solo de todos los cuadros, esculturas y objetos que allí se exponen. Bajo la coartada de la modernidad, se exhibe una terrible orfandad de ideas, de cultura artística y de destreza artesanal.

¿Por qué dice que vivimos el deterioro de la palabra?

George Steiner ya habló de eso. El discurso, hablado o escrito, ha sido siempre la columna vertebral de la conciencia. Pero las nuevas generaciones crecen en un mundo donde la palabra está subordinada a la imagen. Un mundo donde, como decía Guy Debord, el vivir es reemplazado por el representar y eso conlleva un empobrecimiento de lo humano.

Cultura, antropología, política, religión, medios de comunicación… y un capítulo entero dedicado al sexo. Algunos le dirán: ¿pero qué hace el sexo en este libro?

Alguien se sorprenderá, pero… ¿qué cosa creerán que es el sexo? Yo me refiero al erotismo, que es un fenómeno cultural. La desanimalización del sexo tiene que ver con la cultura; al intervenir esta, el sexo se refina y se vuelve obra de arte, se enriquece con unas imágenes y una mise en scène en la que participan apasionadamente los amantes. El sexo así entendido implica amor e imaginación, y ahora, con su desacralización, que tiene también aspectos positivos, sobre todo en el equilibrio psicológico, se vulgariza, se convierte en una mera gimnasia. Pero desfogar una necesidad biológica, en vez de liberar al hombre o la mujer de la soledad, pasado el acto fugaz de la cópula, los devuelve a una sensación de fracaso y frustración. Es uno de los aspectos de la vida moderna donde el supuesto progreso es, en realidad, retraso.

¿Por qué critica que las escuelas intenten enseñar a los jóvenes aspectos de la sexualidad, de una manera normal y sana?

Porque el único sexo normal y sano es el de los animales. Freud nos descubrió que en la sexualidad humana no hay normalidad, sólo casos particulares, y que en la actividad sexual irrumpen fantasmas que es mejor no liberar fuera de ella. El sexo no se puede aprender en una clase, es algo que tiene que ver con la experiencia central de la vida de las personas, forma parte de la esfera privada. Un taller de masturbación para niños es olvidar que eso es algo que se aprende en la intimidad. Sacar el sexo a la esfera pública, despojarlo de sus rituales de misterio y teatralidad, es volver a la caverna y convertirlo en algo mediocre. El erotismo implica secreto y clandestinidad, y ha desaparecido del mismo modo que lo ha hecho la alta cultura. En cambio, la pornografía y los valores prostibularios gozan de una cotización al alza.

¿Y cómo ve el periodismo?

Es otro fenómeno global que no ayuda a que tengamos una civilización de alto nivel, más bien avanza en el sentido opuesto. Se ha diluido la frontera, antes muy clara, entre el periodismo serio y el amarillo. Se busca entretener informando y eso genera una prensa light. Si la prioridad es entretener, inevitablemente acabamos en el chisme, pues nada entretiene más que las bajas pasiones. Incluso los medios antaño serios tratan a los chefs y a los modistos con el mismo rango, si no más, que a los grandes filósofos o compositores.

Usted no ve la cultura como una excrecencia de la sociedad, sino como algo mucho más poderoso. ¿Puede explicarlo?

La cultura no es una superestructura, como defiende el marxismo. Tiene una importancia mucho más decisiva sobre el resto de los elementos de la sociedad que a la inversa, una cultura hace que una economía de mercado funcione o no funcione, porque debe funcionar de acuerdo con ciertos principios y valores. Sin una cultura fuerte, la corrupción lo va arrebatando todo, y la democracia y el libre mercado se convierten en un pretexto para el privilegio.

También habla de drogas…

De todo ese movimiento que se mostró en los años 60 como algo simpático, de defensa de los derechos individuales. Fumar marihuana, jalar coca parecía una liberación de las costumbres… y lo fue. Fue más superficial de lo que parecía, pero también ha dejado una huella positiva. Yo estoy por que se descriminalicen las drogas, porque, si no, los narcos acabarán con la democracia, pero a la vez pienso que no son la solución para transformar la sociedad.

Usted viene a decir, de algún modo, que hoy la gente ya no se droga como antes.

El uso de estupefacientes tiene una antigua tradición, pero hasta hace poco era una práctica casi reducida a las élites y sectores reducidos y marginales, como los bohemios, no hay más que leer a Baudelaire. En la actualidad, el uso de las drogas no responde a una exploración artística o científica, ni es una rebeldía, sino que obedece a un entorno cultural que propugna los placeres fáciles y rápidos, que inmunicen a la gente contra la responsabilidad y la preocupación.

Lo que mata a la democracia no son los corruptos, dice usted.

¡Claro! Corruptos ha habido siempre. El cinismo es lo que acaba con la democracia, esa actitud que consiste en aceptar que la corrupción es connatural al sistema. Ese aceptar que los más talentosos no estén en la política, y dejar que se quede como una actividad para mediocres. Si queremos que la política mejore, hay que tratar con todo nuestro empeño que no quede confinada en un grupito de gente gris, de pragmáticos, hay que reintroducir en ella el idealismo.

Hay en su libro una frase muy bonita: cuando elogia esos libros que han requerido del lector tanto o más esfuerzo que el que puso su autor en crearlos.

Pensaba en el Ulises de Joyce o en la obra de Proust, que no son una lectura fácil, ¿verdad? Después, tras haberlo leído, eres intensamente premiado, pero hay que hacer antes un esfuerzo, lo mismo que para oír una sinfonía de Mahler. Requiere un cierto aprendizaje.

Hoy, tal vez, si un joven se presentara ante un editor con una novela como La casa verde, que usted escribió en 1966, tendría grandes dificultades para conseguir ser publicado.

No encontraría editor, ese es el gran problema: si uno no es un escritor fácil, tendrá obstáculos enormes.

¿Se siente uno de los últimos intelectuales?

Pues me temo que nos estamos extinguiendo, como los dinosaurios. Hay cada vez menos. Algunos todavía opinamos o firmamos algún manifiesto, pero nuestra influencia en la marcha de la sociedad es nula. No es una figura que esté presente o sea requerida. Todo conspira contra su supervivencia. Los intelectuales, caricaturizados como mandarines, alguna función cumplían. Al menos la cumplían mejor que quienes nos han reemplazado en nuestros días, que son las agencias publicitarias o esos futbolistas y famosos de medio pelo que aparecen en televisión pontificando sobre temas que no conocen y creando modas universales. El ejercicio de pensar se ha devaluado.

¿Y cómo ve el futuro?

No creo mucho en el futuro, me importa más lo que nos pasa ahora, y también lo que nos pasó ayer, porque eso lo acaba explicando todo.

15-IV-12, magazine