contra la biopiratería marina

El mar, durante demasiados años víctima de la sobreexplotación pesquera y trastero donde el mundo ha ido vertiendo su basura, el gran olvidado, despierta ahora un gran interés de empresas y laboratorios por los secretos que esconde, y que ya reportan millonarios dividendos. Los invisibles microorganismos que habitan en las aguas abisales pueden darnos la clave para generar nuevas formas de energía, para crear nuevos medicamentos o para diseñar procesos industriales más eficientes. También para luchar contra el cambio climático. Las posibilidades son inmensas. ¿El botín es para el primero que llega? Las investigaciones que ahondan en el conocimiento del fondo del mar son bienvenidas, pero los organismos internacionales deberían establecer algún tipo de regulación para proteger la biodiversidad marina y, a la vez, fijar un reparto de los beneficios que se deriven de su conocimiento que no olvide a los países pobres. La biopiratería terrestre no debería repetirse en el mar.



¿Quién tiene derechos sobre el mar?
La humanidad percibe la tierra firme como su hábitat natural y el mar como un espacio ajeno, cuando no hostil. Por ello tradicionalmente el mar ha sido sólo una vía de comunicación y un lugar de donde extraer recursos y arrojar basuras. Por otra parte, aunque esté contaminado, sus recursos esquilmados o sus fondos arrasados, el mar siempre tiene la misma apariencia. Todo ello explica el retraso en la gestión y conservación del medio marino (en España, el primer parque terrestre se creó en 1918 y el primero
marino en 1991).

En tierra firme no hay un centímetro de territorio que no tenga propietario, mientras que en el mar el derecho internacional establece que los océanos y los seres que en ellos viven –incluyendo sus genes– son de todos. Pero, desgraciadamente, lo que es de todos no es de nadie. Hacia 1950, algunos países ricos en recursos pesqueros, como Islandia, Noruega y Ecuador, reclamaron ante la ONU el derecho sobre sus aguas. Sin embargo, debido a la oposición de EE.UU. y otras potencias, sólo lograron la concesión de sus primeras 12 millas náuticas. No fue hasta 1982, con la ratificación de la ley del Mar, cuando se permitió reclamar el dominio hasta las 200 millas. Pero muchos países, España entre ellos, no ejercieron el derecho por ser partidarios de la explotación libre. Aún hoy, sólo una superficie insignificante del océano es administrada por los estados. El resto es de uso común y, en el mejor de los casos, se delega su gobierno a organizaciones sectoriales que frecuentemente se hallan tuteladas por intereses gremiales, como sucede de manera muy notoria con la pesca.

Estas deficiencias en la gestión explican el estado de los recursos marinos: la FAO estima que un 77% de los stocks pesqueros ha sido explotado a su máximo nivel o sobreexplotado, y la franja costera se halla deteriorada. La gobernanza del mar está pendiente y es necesaria.

ÀLEX AGUILAR, Catedrático de Biología de la Universitat de Barcelona


“Un descubrimiento no es patentable, un invento, sí”, recuerda Gabriel González, de la Oficina Española de Patentes y Marcas. González explica que el descubrimiento de, por ejemplo, un coral, su genoma, no se puede patentar, pero sí “si figura cuál es su aplicación industrial, para qué sirve”. González indica que las tasas para patentar un organismo marino, un coche o un avión son las mismas, unos mil euros, y que el proceso para su inscripción definitiva, una vez realizadas todas las comprobaciones, dura entre 20 y 30 meses.

En las profundidades abisales, se esconde una potente maquinaria de vida: millones de microorganismos con una gran capacidad biológica en un entorno sin luz. Bacterias con un suculento valor de mercado. Con el nuevo siglo ha arrancado una suerte de carrera por descubrir organismos marinos, secuenciar su genoma y patentar su aplicación industrial. Y con ello se ha abierto un debate sobre la soberanía de los fondos oceánicos. “¿Quién tiene derecho sobre algo que se ha extraído a 3.000 metros de profundidad? ¿Quién tiene la propiedad? La ley del Mar de la ONU no ha llegado a regularlo”, remarca desde Canadá el oceanógrafo y biólogo Carlos Duarte, investigador del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC).

Durante los últimos años se ha denunciado la biopiratería terrestre, la apropiación de los recursos biológicos y los conocimientos tradicionales de los pueblos indígenas, desde la Amazonia al desierto del Kalahari. Corporaciones que han patentado la aplicación farmacéutica, agroindustrial o biotecnológica de conocimientos ancestrales. Ahora le toca el turno al mar. “Hasta el año 2007 se habían patentado 4.928 secuencias genómicas de 558 especies marinas; las patentes en este ámbito se incrementan al ritmo del 12% anual”, precisa el investigador del CSIC Jesús Arrieta.

En realidad lo que puede patentarse no es el gen sino el uso comercial que se le va a dar. Duarte cita el ejemplo de una proteína marina que se utiliza en los proceso para producir biocombustible a partir del maíz y que reporta a quien la patentó unos 150 millones de dólares al año de derechos de propiedad intelectual. Y es que “estos microorganismos representan la parte más importante de la biodiversidad marina, pueden hacer una cantidad ilimitada de procesos químicos, pero en un ámbito muy desconocido”, añade Arrieta, quien reivindica algún tipo de regulación que garantice la conservación de estos valiosos recursos del océano profundo. La ley del Mar determina que los países pueden tener soberanía sobre las aguas hasta 200 millas de sus costas, pero más allá de esta distancia –a excepción de las reservas de minerales– no se ha previsto ninguna protección. “Allí, en aguas internacionales, gana quien llega primero; pero lo más patético es que los países pobres tienen menos armas para proteger la riqueza de sus aguas”, apunta Arrieta.

Duarte lamenta que la ley es demasiado laxa: permite patentar la secuencia de un gen si se describe su aplicación, es decir, si se detalla para qué sirve, pero no se obliga a que figure el lugar de donde se ha extraído. Este detalle, alerta Duarte, da alas a la biopiratería. Se pueden capturar organismos de aguas, pongamos por caso, de Senegal; secuenciar el genoma de aquellos que puedan tener un cierto valor comercial y proceder a patentarlo sin que este país africano tenga recompensa alguna.

Un equipo liderado por Duarte iniciará el próximo otoño el proyecto Malaspina, de dos años de duración, impulsado por el Ministerio
de Ciencia e Innovación para explorar la biodiversidad microbiana del océano profundo. A bordo del buque oceanográfico Hespérides darán la vuelta al mundo con la misión de describir nuevos microorganismos y, aunque todavía falta concretar algunos detalles, se prevé que depositen la información recopilada en un registro público, como el GenBank (base de datos de secuencias genéticas de National Institutes of Health de EE.UU.).

“Se calcula que en el medio marino podría haber entre 100.000 y 100 millones de especies desconocidas, entre animales, plantas, hongos, bacterias... Creemos que debe regularse el acceso a estos recursos; lo que está en el mar es patrimonio de todos, no se puede privatizar una especie patentándola, la biodiversidad es un bien universal que nos beneficia a todos”, opina José Luis García Varas, responsable del Programa Marino de WWF. Esta ONG conservacionista también considera que la ONU debería fijar una base legal para el uso de estos recursos genéticos.

Carles Pedrós-Alió, microbiólogo del Institut de Ciències del Mar de Barcelona del CSIC, considera estéril el debate sobre la biopiratería marina al entender que “ el mar no es un sistema cerrado; las bacterias se distribuyen por todo el océano, fuera de las 200 millas de la costa no hay fronteras, esta discusión es absurda”. Pedrós-Alió subraya que los esfuerzos deben centrarse en aprovechar las inmensas posibilidades que ofrecen las nuevas técnicas de secuenciación para desentrañar el funcionamiento de esta
gran diversidad microbiana. Pedrós-Alió forma parte de un equipo del CSIC que ha logrado importantes avances en este campo al describir, por primera vez, una bacteria marina que aprovecha la luz como fuente de energía para crecer gracias a la presencia de una proteína, la proteorodobsina.

Hasta hace poco se pensaba que los únicos seres vivos capaces de utilizar la luz en el mar eran las algas a través de la fotosíntesis. “Sabemos que 300.000 plantas terrestres hacen la fotosíntesis pero no tenemos ni idea de cuántos organismos la hacen en el mar”, indica. Queda muchísimo por descubrir: “Sólo en un mililitro de agua de mar, que es como media cucharadita de café, hay un millón de bacterias y diez millones de virus”.

Y tras este arsenal de vida se encuentran distintas expediciones con finalidades científicas y/o comerciales. Entre otras, están las iniciativas del estadounidense Craig Venter, uno de los promotores de la secuenciación del genoma humano, o el Tara Oceans, buque francés que en el 2012 culminará un proyecto en el que participan oceanógrafos, biólogos, genetistas, climatólogos y físicos para evaluar el impacto del cambio climático y de la contaminación en los ecosistema marinos.

A bordo del Sorcerer II, Venter también busca bacterias con capacidad de neutralizar el CO2, principal gas de efecto invernadero, y por tanto muy valiosas en la lucha contra el calentamiento global. Venter sabe que el fondo del mar puede tener las claves para generar nuevas formas de energía, revolucionarios fármacos y para fabricar vida artificial.

18-IV-12, R.M. Bisch, lavanguardia