"De vasallos a ciudadanos", Alfredo Pastor

En el Cantar de mio Cid hay un verso terrible. Hace referencia al Cid: “¡Dios, qué buen vasallo si oviesse buen señor!”, dice el poeta, que no ignora –me explica el amigo Ernesto Carratalá– que el Cid es un buen vasallo; lo que le desea es que encuentre un buen señor. Lo que es terrible de este verso es que resuena a lo largo de nuestra historia y parece que los ecos llegan hasta hoy. Es verdad que no hemos tenido mucho suerte con los señores: sin ir más lejos, quienes durante la última década tuvieron la posibilidad, e incluso la obligación, de conducir los asuntos del país con buen criterio –que no es lo mismo que el cálculo electoral o el del beneficio económico– y con prudencia –que no se tiene que confundir con la cautela– no han estado a la altura de las circunstancias. Pero no es menos verdad que el pueblo llano, al preferir –quizás porque se trataba de una relación más personal– la fidelidad al señor que el compromiso con ideas menos tangibles, como la ciudadanía, ha perpetuado una relación que tuvo su razón de ser en un mundo que ya no existe y se convirtió en una caricatura.

Así, hemos investido de los atributos del señor feudal quienes no lo eran. Nuestro siglo XIX es una historia de facciones, civiles, militares o religiosas, las figuras centrales de las cuales son los caudillos. Durante la Restauración son los caciques los que, detrás el aparato formal de la monarquía parlamentaria, reparten favores y suministran votos y, como escribía no hace mucho López Burniol, convierten la democracia en una pantomima.

Hoy, quienes quieren desarrollar una actividad política, e incluso quienes aspiran a acceder a cargos institucionales en organismos pretesament independientes, tienen que jurar –o al menos prometer– fidelidad a un partido, del cual dependerá su suerte. El partido, organización a la sombra de la democracia, sin obligación de rendir cuentas a nadie, será el que calibre el neófito, lo promocione, lo castigue, sin apelación posible, o lo premie. El mal es que los premios salen de las instituciones del Estado, e incluso de algunas organizaciones privadas, y este vicio se encuentra en su origen de la situación que vivimos actualmente.

Por un lado, en no haber trascendido el ámbito de las relaciones de dependencia personal, tenemos la mala costumbre de tratar con desprecio todo el que es institucional, puesto que continuamos pensando que el poder real está en manso de los individuos. Por otro lado, el acceso a estas instituciones ha pasado a ser coto exclusivo de la maquinaria de los partidos, que se reparten los cargos y los usan, tanto para deshacerse de una persona incómoda cómo para premiar una vida de servicio, no tanto al país como al partido. El mal no es que los favorecidos no tengan suficientes méritos para el cargo, puesto que a veces tienen de sobra, sino que estos méritos no han sido el criterio principal de selección. Esta práctica ha contribuido al desprestigio de nuestras instituciones, y no es extraño que, en tiempos difíciles como los actuales, sus responsables no hayan estado a la altura y que, por lo tanto, nos sentimos desamparados ante la mirada escrutadora de nuestros socios y acreedores.

Este destrozo general nos da –al margen de la habitual exigencia de responsabilidades– una oportunidad que no se tiene que desaprovechar. No se trata, naturalmente, de renunciar al ejercicio de virtudes como la fidelidad o la lealtad, sino de extender este ejercicio a la comunidad entera, al país; de comprometernos, libremente pero de verdad, con las instituciones de qué nosotros mismos nos hemos dotado. Estas instituciones son una vía indispensable para la práctica de la ciudadanía en sociedades como la nuestra, y cualquiera de nosotros les puede pedir cuentas, cosa que no es posible ni con la mafia, ni con los caciques…, ni con los partidos. Este compromiso incluye la obligación de contribuir con vigilancia que a estas instituciones accedan quienes puedan ejercer más bien su función, vengan de donde vengan, porque hay que tener presente que, con instituciones bien gobernadas, aquí y fuera de aquí, no estaríamos donde estamos.

En resumen: si, tal como parece, no hay señores, dejemos de comportarnos cómo si fuéramos vasallos y convirtámonos en ciudadanos libres.

3-VI-12, Alfredo Pastor, profesor del IESE, lavanguardia