primavera árabe: un otoño con peligro de invierno

Hasta la saciedad se había repetido desde hacía años que si se celebraban elecciones libres en los países árabes serían, indudablemente, las organizaciones islamistas las que conseguirían un mayor respaldo popular. Los grupos islamistas que en Egipto y en otros países árabes han ido destacando por su eficaz organización, su programa bien establecido y su arraigada presencia en sus sociedades han ido marginando a los manifestantes, animados con su entusiasmo civil, a los jóvenes que soñaban con sus blogs y con sus redes sociales revolucionar sus inmóviles y esclerosadas sociedades.

Movimientos islamistas, ejército, tribus son agentes imprescindibles para cambiar la relación de fuerzas que orientará, en una u otra dirección, estas arcaicas pero muy jóvenes sociedades.

Hay dos escuelas de pensamiento, como gustan decir los estadounidenses, muy definidas ante este fenómeno tan imprevisto como indiscutible, mucho más complicado que la inicial teoría del dominó que preveía la caída de un dictador árabe tras otro, como si estos países fuesen como los del Este de Europa.

Una es la que cree, a pies juntillas, que estamos en la aurora de una nueva época revolucionaria que transformará profundamente al pueblo árabe, liberará sus energías, le conducirá a la democracia como en tantas otras regiones del mundo, dando al traste con las estereotipadas ideas de su identidad religiosa y cultural, aunque tenga que atravesar etapas de matanzas y devastación.

La otra considera que las dictaduras religiosas islamistas que han ido secuestrando las revoluciones iniciales serán más difíciles de derrocar que las anteriores (como Arabia Saudí, dictaduras civiles, militares, laicas) y que al final estos pueblos padecerán todavía más en su vida cotidiana su totalitarismo religioso, que excluye toda suerte de minorías, ya sean chiíes o cristianas, o bien de otra naturaleza.

La discriminación de la mujer, el aplastamiento del individuo, considerado sobre todo como miembro de la Umma o comunidad musulmana, sometido a una autoridad absoluta aunque hubiese podido surgir al principio de las urnas, la idea de la conquista a través de la guerra contra los kufar o infieles forman parte de su verdadera weltanchaung o concepción del mundo. Podemos debatir hasta la muerte el tan traído y llevado tema de las relaciones entre islam y democracia.

Los que insisten en que hay que ejercer la paciencia, soportar catástrofes hasta el triunfo de la revolución, me recuerdan las ideas que predicaban los comunistas. Unos y otros desdeñan al hombre real, situado en su breve tiempo vital. Son los totalitarismos enemigos de la humanidad.

Desde Túnez, Libia y Egipto hasta Yemen y, por los indicios horribles más tarde Siria, los Hermanos Musulmanes, pero también los yihadistas más belicosos, los musulmanes más retrógrados, imbuidos de la fe en su cruzada, los terroristas de Al Qaeda, van avanzando irremisiblemente. La contrarrevolución, fomentada por Arabia Saudí y Qatar con sus petrodólares, aplasta la resistencia de los reductos que defienden las libertades y diferencias, las ideas democráticas que desprecian por considerarlas acuñadas en Occidente.

Las revoluciones que se iniciaron hace un par de años tienen que juzgarse por sus resultados y no por sus intenciones. Los islamistas, quiérase o no, llegan al poder y se desvanecen las ilusiones de una democracia real, las esperanzas de las élites liberales, desprestigiadas en Oriente. Una vez más nuestras percepciones no coinciden con la realidad profunda de su mundo porque nuestros análisis no tienen en cuenta factores que desechamos, como los fuertes vínculos de la sangre, las creencias religiosas o un estilo de vida muy arraigado que a menudo creen amenazado por los valores culturales de Occidente.

En Siria la guerra civil fomentada por las injerencias extranjeras provoca estragos sangrientos interminables. En los demás países han aumentado las penurias económicas y la incertidumbre política. La real politik y el cinismo internacional han sido bien descritos en esta frase de un periodista de The New Yorker Books Review: “Estados Unidos es aliado de Iraq, que es aliado del Irán que apoya al régimen de Bashar el Asad, al que quieren derrocar. Estados Unidos también es aliado de Qatar, que ayuda a Hamas que combate a Israel, pero, además lo es de Arabia Saudí, que financia a los salafistas que arman a los yihadistas que desean matar a los estadounidenses”.

EE.UU. y las potencias europeas han apostado por los Hermanos Musulmanes como alternativa a las dictaduras militares que durante decenios habían mantenido y mimado, reforzando el bloque suní enfrentado al eje chií de Irán, Siria y el Hizbulah libanés, amenazado por la guerra contra el Gobierno de Damasco.

Si en España llegaron durante la guerra civil las Brigadas Internacionales, sobre la condenada Siria se han precipitado los combatientes de la Internacional islámica. Pero en esta nueva etapa de Oriente Medio, países como Rusia y China, y en otro nivel potencias emergentes como India, Sudáfrica y Brasil, no comulgan con su nueva política o por lo menos se mantienen a la expectativa ante lo que, según se especula, podría ser una remodelación de su mapa estableciendo entidades confesionales como la alauí, la suní, o la chií, que siempre ha sido una aspiración del Estado de Israel. Sería un nuevo Oriente Medio sin las huellas de los acuerdos Sykes Picot firmados por Gran Bretaña y Francia tras la Primera Guerra Mundial.

Las primaveras árabes han abierto cajas de Pandora tan peligrosas como la de la latente guerra civil entre suníes y chiíes expresada sobre todo en el infierno sirio, que sólo puede concluir con un acuerdo internacional.

Es cierto que millones de árabes derrocaron a sus dictadores, rompieron el cerco del miedo que les oprimía y han empezado a ejercer en la plaza pública su libertad. Es un hecho indiscutible y alentador. El ideal, sin embargo, nunca ha podido cumplirse en ningún lugar ni en ningún tiempo de la historia.

23-XII-12, Tomás Alcoverro, lavanguardia