"Las castas acampadas sobre el Estado ", Juan-José López Burniol

Tres noticias recientes. Primera. Una compañía española ha anunciado el fichaje, como miembro de su consejo asesor, de Rodrigo Rato, expresidente de Bankia imputado en la investigación de la Audiencia Nacional sobre esta entidad. Segunda. El Banco de España alteraba las conclusiones de la inspección: la Asociación de Inspectores del Banco de España ha denunciado la opacidad interna, la toma de decisiones inadecuadas y, sobre todo, la alteración de los informes de la inspección. Tercera. La negociación entre las defensas de los imputados en el caso Pallerols, el fiscal, la Generalitat y UDC se ha cerrado con un acuerdo que evita el juicio: los acusados admiten los hechos para no ir a la cárcel i UDC devuelve a la Generalitat 388.000 euros como responsable civil.

Estas noticias, aunque parezca en principio que nada tengan que ver entre sí, son expresivas de un mismo estado de cosas. En efecto, en España, si perteneces a una de las castas dominantes, tienes patente de corso, y, hagas lo que hagas y pase lo que pase, siempre tendrás un clavo al que agarrarte, pues, si hace falta, se hace prevalecer la apariencia sobre la realidad, hasta el punto de que las instituciones públicas pueden desconocer impunemente los informes de sus funcionarios. Parece como si no hubiese más actores dignos de tal nombre que los que pertenecen a alguna de las que antes se denominaban minorías selectas y hoy se conocen como élites; y que no hay más realidad que la verdad formal resultante de las declaraciones oficiales. Y, por si algo falla y algún principal es sentenciado, siempre queda el recurso postrero del indulto. Las castas son las castas. ¿Qué castas?

En sus Historias de las dos Españas escribe Santos Juliá que, en el siglo XIX, “España no llega a ser una nación porque no hay un pueblo, y ni nación ni pueblo existen porque no hay Estado. Será preciso crear, por tanto, un Estado que no sea ya el de las familias acampadas sobre el país, como lo definía Azaña, el gerente de una sociedad de socorros mutuos que decía Ortega, o la finca privada que veía Araquistaín”. Y no llega a haber un Estado moderno y fuerte porque –como escribe Vicens Vives– “la burguesía asumió el poder (sólo) en las provincias periféricas (…) mientras que el resto de España conservaba un régimen agrario bastante primitivo (en el que) la aristocracia seguía siendo la espina dorsal del país”, de modo que esta y los grandes propietarios utilizaban su posición de privilegio –que no distinguía entre negocios y política– para aprovecharse, en beneficio de sus intereses privados, de un modelo de desarrollo económico cerrado y focalizado en un Estado vetusto, sobre el que estaban “acampadas” las familias de siempre, unidas por vínculos muchas veces matrimoniales con las dinastías financieras emergentes.

Este fue el grupo social que usufructuó el país durante la Primera Restauración y la Primera Dictadura, que contribuyó decisivamente al fracaso de la Segunda República y al estallido de la Guerra Civil, y que se amplió y consolidó durante la Segunda Dictadura, al convertirse Madrid en la indiscutible capital financiera de España. De este modo se consolidó en la capital del Estado un núcleo de poder político-financiero-funcionarial-mediático, integrado por un número reducido de personas pertenecientes a las cúpulas de sus respectivas estructuras –partidos, sistema financiero, cuerpos de élite y grandes medios–, que pretende preservar en su poder el control económico sobre toda España, utilizando para ello los resortes que le brinda el Estado, mediante el establecimiento de relaciones y alianzas que van desde la connivencia a la colusión. No hay que insistir en que este grupo, encelado por su propio interés, ha carecido siempre y carece hoy de un auténtico proyecto nacional para España, aunque –como ha escrito Josep-Maria Bricall– “aproveche los especiales privilegios que suelen ostentar las capitales políticas para fortalecer un único polo de concentración territorial” en Madrid.

Y fue estando en esta situación de déficit democrático que siempre comporta la ocupación sostenida del poder por unos grupos en beneficio propio, cuando estalló la actual crisis económica, con el resultado que era de esperar: lentitud en la reacción, cuasi-bloqueo institucional, reparto injusto de los costes, incapacidad para el pacto e impotencia para afrontar reformas de fondo. De ahí la agonía política –el colapso– que padecen las clases dirigentes de la Segunda Restauración, que se manifiesta –por ejemplo– en la desafección por los grandes partidos puesta de relieve por una encuesta de la revista Temas, según la cual tanto el PP como el PSOE quedarían por debajo del 30% de los votos. Es decir, no reunirían el 60% del total, cuando en 2008 sumaban el 83,8%. Como en Grecia.

19-I-13, Juan-José López Burniol, lavanguardia