"Una estrategia ibérica para Europa", Casimir de Dalmau

La península Ibérica, con el 11,5% de la población de la Unión Europea y el 10% del producto interior bruto –cifras que la acercan a las primeras economías comunitarias–, soporta las consecuencias directas de una recesión cuyo final no se vislumbra. Con más de un 20% de la población activa en paro, la ciudadanía debe hacer frente a unas políticas de ajuste que están poniendo en jaque el mismísimo Estado de bienestar, una de las principales conquistas de la Europa de la posguerra.

Portugal inicia su tercer año consecutivo bajo la intervención de la troika –Comisión Europea, Banco Central Europeo (BCE) y Fondo Monetario Internacional (FMI)–, con la cual el Gobierno portugués ha negociado, a cambio de la ayuda financiera, las medidas para afrontar la crisis de las finanzas públicas y alcanzar la consolidación fiscal. Bajo la estricta vigilancia de la troika, el Gobierno está aplicando un amplio y riguroso plan de estabilización económica, así como un ambicioso programa de privatizaciones que conlleva la enajenación forzosa de todos aquellos activos de titularidad pública atractivos para el sector privado.

El FMI acaba de entregar al Gobierno portugués un memorándum que propone una batería de nuevas medidas destinadas a reducir un 20% el tamaño del sector público del país para hacerlo sostenible a medio plazo junto con otras reformas que añadirían, en caso de ser aprobadas, más restricciones, más recortes –se prevé una reducción de las pensiones de hasta un 20%– y más paro, que ya alcanza el 16% de la población activa, una cifra hasta ahora nunca alcanzada. En el horizonte, más sufrimiento para la ciudadanía portuguesa, con un Gobierno con escaso margen de maniobra y reducido a la función de mero gestor o ejecutor de decisiones que se adoptan en foros europeos o internacionales.

La situación en Catalunya presenta algún paralelismo con la portuguesa. De hecho, la Generalitat depende del Gobierno central, que es el único que puede suministrarle liquidez para garantizar el funcionamiento de los servicios básicos, imponiendo como contrapartida el cumplimiento de determinadas condiciones que merman drásticamente el autogobierno catalán. Ello pone en evidencia que la Generalidad, con las arcas vacías y asfixiada por el peso de la deuda acumulada, con la agravante de un déficit fiscal desproporcionado y con un margen de actuación política prácticamente inexistente, se ha convertido en una simple diputación que se limita a gestionar y ejecutar un presupuesto, con el pago de las nóminas de los empleados públicos como preocupación principal. Esta situación ha empujado al president Artur Mas a apostar por la consecución de la plena soberanía como única salida posible para que Catalunya pueda disponer de los instrumentos mínimos imprescindibles para afrontar su futuro.

Si salvamos las evidentes diferencias que caracterizan el caso portugués y la situación en Catalunya, sí que parece oportuno preguntarse hasta dónde puede llegar la capacidad de resistencia de las respectivas sociedades, tanto en el ámbito económico como en el estrictamente político. ¿Puede el primer ministro Passos Coelho seguir aplicando a rajatabla, en nombre de la ortodoxia financiera, la dolorosa terapia que fijan la Unión Europea y el FMI? ¿Debe acatar los durísimos nuevos ajustes que propone el FMI o debería plantarse, en un acto de afirmación soberana, y dar prevalencia a otros intereses y prioridades? En lo que se refiere a Catalunya, ¿debe el president Mas aplicar los ajustes anunciados con la intensidad y ritmo que exige el Gobierno español, sujeto a su vez a las directrices comunitarias, o debe intentar dar prioridad a otra agenda política, más adecuada a los intereses y necesidades de la población catalana? La respuesta suele ser que no hay alternativa y que, en cualquier caso, ambos gobiernos carecen de fuerza suficiente para negociarla.

Ante esta situación, ya se entiende por qué el presidente español Mariano Rajoy huye de una eventual intervención de la economía española como el diablo de la cruz. Si el plan de ajuste impulsado por Rajoy ya está provocando en el seno de la sociedad española tensiones inevitables, las más que previsibles exigencias que impondría la troika no harían más que agravar la situación. Mariano Rajoy no quiere renunciar a la capacidad de mando que le queda hoy a su Gobierno, que, a pesar de todas las limitaciones, sigue siendo importante.

Es frecuente oír afirmaciones que tienden a relativizar el valor de la autonomía política, de la soberanía o incluso de la independencia. Pero Rajoy no comparte esta visión de las instituciones políticas y, en consecuencia, no concibe sus funciones de presidente vacías de contenido y subordinadas, en aspectos fundamentales de su ámbito de actuación, a lo que pudieran decidir e imponer Bruselas o el FMI. Aunque quizás no consiga su propósito y al final las circunstancias le obliguen a ceder.

Por todo ello, cabe preguntarse si, ante la grave deslegitimación política de las instituciones de gobierno que conllevan los procesos de intervención y rescate habidos hasta ahora, no sería conveniente una actuación conjunta de España y Portugal para defender ante las instituciones europeas y del FMI posiciones que permitan introducir una nueva visión sobre las políticas necesarias para superar la crisis en el interés de los casi 60 millones de habitantes de la península Ibérica. Ante la existencia de problemas comunes, con todos los matices que se quiera, cabría la posibilidad de plantearse una estrategia compartida de tal forma que los gobiernos peninsulares sumaran esfuerzos para conseguir un replanteamiento por parte de la Unión Europea de sus actuales exigencias, que están poniendo a los gobiernos de turno en una posición insostenible, pero sobre todo que están dejando extenuada a una gran parte de la población. Y ellos, sin que ni siquiera se vislumbren síntomas de recuperación y de crecimiento de la economía a medio plazo.

Después de más de un cuarto de siglo de fructífera pertenencia a la Unión Europea, los principales actores políticos de la Península deberían plantearse seriamente la conveniencia de articular mecanismos de concertación para afrontar los grandes retos cuya solución desborda los respectivos ámbitos nacionales. A pesar de existir la tentación de creer que los problemas del vecino son más graves que los propios, la interdependencia económica a la que se ha llegado es tal que resultaría difícil establecer cordones sanitarios que impidan el contagio.

Y en lo que se refiere al ámbito interno español, compartir y defender una misma estrategia ante la Unión Europea, sumando fuerzas, podría ayudar a crear nuevas complicidades y superar la actual fractura política. Así, sería saludable que el presidente Rajoy propusiera a su homólogo el primer ministro luso, y también al presidente de la Generalitat, la defensa conjunta ante las instituciones europeas de los intereses comunes de las poblaciones ibéricas. En definitiva, una estrategia ibérica para Europa.

3-II-13, Casimir de Dalmau, lavanguardia