"La corrupción como síntoma", Germà Bel

El lunes 4 de febrero el índice Down Jones de la Bolsa de Nueva York cerró con una caída cercana al 1%. Algunas cadenas de radio de EE.UU. daban cuenta de la noticia, y atribuían la bajada a los problemas de corrupción en España y a la incertidumbre electoral en Italia. Efecto demoledor. La percepción de corrupción extendida en España no ayuda para nada a hacer frente a la crisis económica. Y la constatación de que la amnistía fiscal aprobada por el gobierno del Partido Popular ha servido para la legalización de rentas procedentes de corrupción agravar la situación, acentuando la deslegitimación de las instituciones cuando mayores sacrificios se están solicitando a los ciudadanos. Al cabo, parece que el sacrificio se concentra en los ciudadanos más cumplidores con la legalidad, y que quienes se aprovechan de los múltiples agujeros más o menos legales para defraudar, en la forma que sea, no tienen mucho que temer; si acaso, un poco de exposición pública.

Creo que uno de los principales ejes del problema, sino el principal, se halla en la práctica tradicional, cuyo uso se ha acentuado, de ausencia de reglas claras y estables para el trato de la administración con los administrados. Y, aún peor, la falta de respeto por las instituciones a las reglas que ellas mismas han fijado. A las administraciones intervencionistas las reglas claras les gustan poco porque reducen el margen de discrecionalidad, y por tanto limitan su arbitrariedad. La amnistía fiscal, que no es la primera, aprobada en el 2012 es sólo un ejemplo de cambio compulsivo de reglas y de arbitrariedad. Una lista de compromisos institucionales incumplidos, desde propuestas en programas electorales con que se concurre a las urnas hasta las relaciones entre administraciones sería tan exhaustiva que no basta el espacio de esta columna.

El efecto de esta dinámica institucional sobre la ciudadanía es demoledor. A falta de una conducta modélica por parte de las instituciones, se impone el “sálvese quien pueda”, y muchos ciudadanos acaban viendo como un acto de legítima defensa eludir por los caminos que encuentren las conductas arbitrarias de la administración. La pérdida de la confianza es el factor que más debilita la cohesión de las organizaciones sociales, y sin cohesión social no hay forma de trazar objetivos colectivos que canalicen de forma positiva las energías de la sociedad.

La corrupción es la fiebre; bienvenidas sean las aspirinas. Pero lo que hay que tratar es la infección. No tengo demasiadas esperanzas de que esto vaya a cambiar, porque el problema tiene raíces profundas y lejanas. No acostumbra a pasar que un sistema político, institucional y administrativo acostumbrado a la arbitrariedad sea reformado por los actores que tienen intereses en su preservación. Y a la preservación del mismo ayudan la falta de transparencia, la inestabilidad de reglas, y el incumplimiento de los compromisos institucionales. Estos son los caldos en que se cuecen en España problemas como el de la corrupción, y por eso aquí tiene mucha mayor incidencia que en otros países de nuestro entorno.

12-II-13, Germà Bel, lavanguardia