"Inhibidores", Sergi Pàmies

El martes, el presidente del Congreso de los Diputados, Jesús Posada, ordenó un apagón comunicativo durante la intervención de Mario Draghi, presidente del Banco Central Europeo. La medida define una cultura política anacrónica y reaccionaria, que son dos adjetivos anacrónicos y reaccionarios. El instrumento para ejecutar la decisión fue el inhibidor, un invento que impide conexiones telefónicas e internáuticas. En otras circunstancias, el inhibidor de comunicaciones puede ser muy eficaz para facilitar operaciones militares secretas o asegurar la confidencialidad de una reunión. Pero lo más perturbador es que todo eso se produjo en el Congreso, una institución que, en teoría, está en la cima de la jerarquía de símbolos de representación democrática.

Pese a ser trágica, la sinopsis de la secuencia vivida el martes parece de comedia: el presidente del Parlamento de un país teóricamente civilizado y democrático decide incomunicar el edificio para facilitar el discurso, totalmente previsible, del presidente de una institución bancaria que, en la práctica y contra toda lógica, acaba teniendo más poder que la suma de los representantes de todos los partidos. Luego resultó que Draghi había colgado su intervención en la web del banco y Posada tuvo que admitir que, pese a que previamente nos habían intentado colar la indigerible bola según la cual el apagón era una exigencia del ponente, la iniciativa era suya y él se hacía responsable. Esta es la parte más grotesca del asunto. En España (y Catalunya), cuando alguien se hace responsable de algo, nunca pasa nada.

El escándalo protagonizado por Posada ha tenido una respuesta muy por debajo de la gravedad de los hechos, pero eso tampoco es ninguna novedad. La inhibición ordenada desde el Parlamento, sin embargo, simboliza la degradación que, desde hace años, estamos sufriendo. Convertir el Parlamento en el escenario de reuniones secretas es el colmo de la irresponsabilidad y del cinismo. Y tiene, además, un valor pedagógico suicida, ya que transmite la idea del miedo, del autoritarismo y de la corrupción de los deberes de servicio y de representación. Que los partidos más importantes acepten –o se resignen a ello– olvidar el incidente confirma la desorientación ética de los que, con buena o mala fe, siguen gobernándonos. En vez de perpetuar estructuras de pánico y debilitar la cobertura democrática de los ciudadanos, los partidos mayoritarios deberían entender que cada vez que imponen los inhibidores, reactivan el instinto de rebeldía, los extremismos o la sensación de asco. Deberían recordar que el antónimo de inhibirse es intervenir.

15-II-13, Sergi Pàmies, lavanguardia