"Final de etapa", Santiago Muñoz Machado

El nuevo estallido de la corrupción política, que estamos contemplando asombrados desde hace semanas, ha abierto otra vez las cortinas del miserable teatrillo donde personajes reales representan su vida y milagros; un libreto dominado por las bajas pasiones en el que se desprecia cualquier virtud pública y se exhiben las apariencias, los engaños y la avaricia sin freno.

La corrupción y la crisis económica demoledora que nos azota han destapado la gravísima situación que atraviesan las instituciones que vertebran nuestro sistema político y constitucional. El largo ciclo económico dominado por el crecimiento y la generación de riqueza, que comenzó pocos años después del restablecimiento del Estado democrático, social y descentralizado, ha ocultado la simultánea decadencia de las instituciones. Desaparecido el encubrimiento que facilitó la opulencia, nos hemos encontrado, de un solo golpe, con la miseria económica y con la grave crisis institucional.

No haré un recorrido completo sobre sus manifestaciones. No hace mucho que he publicado un libro ( Informe sobre España. Repensar el Estado o destruirlo, Crítica, 3.ª edición, diciembre del 2012) donde desvelo los términos de la decadencia del Estado de las autonomías y explico sus fundamentos. Pero comienzo por decir allí que casi nada funciona correctamente en la actualidad: de los partidos políticos a los sindicatos, del Tribunal Constitucional al Consejo General del Poder Judicial, de la administración del Estado a la administración local, de la universidad a la justicia ordinaria…

Se extiende cada vez más entre los ciudadanos la convicción de que este desmoronamiento nos pone en la puerta de salida de una etapa política y constitucional que se está agotando, y que no puede estirarse más porque la resistencia a aceptar dicho final pondría al sistema entero en una crisis mucho más grave y difícil de resolver.

Creo que los problemas de organización y funcionamiento que se nos presentan acumuladamente con tanta fuerza tienen sus raíces en la época de la transición, cuando el famoso “consenso” dominó la reconstrucción del Estado.

El consenso dejó muchos problemas sin resolver porque se basaba en la idea de que la voluntad de acuerdo, manifestada entonces por los principales grupos políticos, sería suficiente para resolver cualquier discrepancia o necesidad que sobreviniera en el futuro. El pronóstico era del todo equivocado. Un Estado no puede funcionar sobre la base de la buena voluntad sino de políticas concretas, que no es posible que sean siempre concertadas, y de reglas constitucionales y legales claras que sirvan para resolver los conflictos.

Es asombroso comprobar cuántas cuestiones constitucionales relevantes se quedaron sin regular confiando en que el consenso las resolvería en el futuro. Sólo considerando algo tan esencial como la estructura territorial del Estado, la Constitución no definió el mapa autonómico, no concretó las comunidades autónomas que existirían ni su tamaño, no especificó si tendrían o no idéntica organización y régimen de competencias, si el sistema sería uniforme o asimétrico, ni precisó la significación de conceptos esenciales como el de “competencias exclusivas” o “ejecutivas”; nada estableció sobre las relaciones intergubernamentales, y ni dejó claro si todas las comunidades autónomas tendrían potestades legislativas. No reguló cómo habría de ser la administración autonómica y la clase de relaciones que habrían de establecerse con las entidades locales, etcétera.

Muchos de estos problemas han sido resueltos con la inestimable ayuda de un grupo aplicado de profesores universitarios que acertaron a extraer de la Constitución interpretaciones que la hicieran viable, y por el trabajo realizado, con peor o mejor fortuna, por el Tribunal Constitucional.

Pero estamos al final de una etapa, sin duda, porque toda la crisis institucional hay que resolverla mediante nuevas regulaciones que, principalmente, hay que llevar a la Constitución, aunque simultánea o sucesivamente sea también preciso modificar bastantes leyes vigentes. Empeñarse en ocultar los defectos advertidos, negarlos o resistirse al cambio son actitudes muy poco recomendables y bastante incomprensibles. Pensar que la Constitución de 1978 puede sobrevivir después de más de treinta años de uso sin una sola puesta al día implicaría atribuir al texto la condición de ley sobrenatural, revelada e inmutable. E implica además despreciarla, porque las reformas son el único camino para preservarla de la decrepitud.

Me llama la atención que la prudente y conciliadora Catalunya, siempre tan pendiente de hallar las fórmulas óptimas de encaje en el Estado, no haya hecho ningún planteamiento concerniente a la reforma constitucional.

Está siguiendo, en cambio, una vía política acerca de cuya improductividad pueden hacerse apuestas bastante seguras, que además conduce por derecho a un conflicto con el Estado que resulta irresoluble en el marco de la vigente Constitución. Puede negarse por algunos la utilidad de la Constitución de 1978 para resolver los problemas políticos de Catalunya, pero hasta para salirse de ella es necesario promover la reforma. Este abandono de la senda constitucional es tanto más sorprendente cuanto que supone situar a Catalunya en una situación de crisis institucional en la que quedará atrapada durante muchos años.

De forma que a la grave crisis que ya afecta a todas las instituciones del Estado (naturalmente, incluyo en el concepto las autonómicas) vendrá a añadirse el caso particular y extremo de la crisis catalana. Es una evidencia, sistemáticamente recordada ahora en el reciente ensayo de Acemoglu y Robinson ( Why nations fail), que los países fracasan cuando carecen de instituciones idóneas para gestionar los intereses generales. Pero si ello es así con carácter ordinario, la inestabilidad y el desajuste institucional ha de conducir directamente a la catástrofe si se mantiene en momentos de grave crisis económica, política y social como los que ahora vivimos.

Naturalmente, todos los observatorios serios del mundo, universitarios o mediáticos, han manifestado ya su asombro por que no se despeje rápidamente la insegura situación catalana, nada atractiva para cualquier operador económico, local o internacional.

10-II-13, Santiago Muñoz Machado, académico electo de la Real Academia Española y académico de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Catedrático de la Universidad Complutense, lavanguardia