"Mascotas y zombis", Sergi Pàmies

No hay mejor proveedor de contenidos televisivos que la actualidad. Inventar la retransmisión del cónclave sería demasiado caro y arriesgado. La audiencia no estaría dispuesta a soportar días y horas de cháchara experta o aludes de anécdotas de discutible calidad con el paupérrimo soporte visual del primer plano de una chimenea que, en función de un juego de nominaciones, acaba escupiendo humo blanco o humo negro. La credibilidad de la liturgia católica y la excepcionalidad del acontecimiento, no obstante, son el imán que atrae todas las cadenas, dispuestas a esperar a que, finalmente, la fumata sea blanca y el nuevo pontífice salga al balcón. En determinados momentos, tanta unanimidad propicia una comparación irreverente pero inevitable: detectar paralelismos entre la incertidumbre del cónclave y la estructura de eliminatoria de un reality de confinamiento o de competición como el extenuante y reiterativo Mira quién salta (Telecinco).

En realidad, el proceso es el inverso. Es probable que sean los realities los que imiten la intriga y la espectacularidad conspirativa de las religiones (¿es una herejía imaginar que, en un futuro no muy lejano, las religiones tengan que explotar televisivamente el atractivo y el secretismo de sus deliberaciones para obtener ingresos atípicos?). Estrenado con la idea de competir con Splash, famosos al agua (Antena 3), Mira quién salta exprime emociones idénticas y situaciones muy parecidas. La curiosidad cotilla y la lujuria de sofá de ver a según qué personajes vagamente populares en traje de baño movilizan. Tanto como el morbo producido por la inminencia de un posible accidente (balance del primer día: una perforación de tímpano de Piero y una taquicardia de Dani) o, mejor aún, de un trágico accidente como esas caídas de motoristas que tanta audiencia consiguen en los informativos.

Pero, para justificar estos sentimientos relativamente confesables, se ha instaurado una coartada que podríamos bautizar con el neologismo de mascotismo. La idea consiste en encontrar concursantes extravagantes, impermeables al sentido del ridículo, que asuman con humor el papel de pimpampum. En el programa de Antena 3, Falete se ha apropiado con gran astucia de este papel (la prueba: en el mundillo televisivo se habla de faletazo para definir la reacción eréctil de los audímetros cuando salta Falete) y en el concurso de Telecinco es Fortu el que se ofrece como ejemplo de mascota humana tatuada, expresiva, motiva y peluda.

Entre la fiebre de las piscinas y los humos del Vaticano, el futuro sigue siendo como el que anuncia la gran canción de Sanjosex: incierto. Y la ficción televisiva tampoco ayuda a mejorar las cosas. Estreno de la tercera temporada de The walking dead (La Sexta). El argumento no ha evolucionado: los humanos armados siguen huyendo de cientos de zombis a los que tienen que ir matando para sobrevivir. Parece mentira que un guión tan limitado y reiterativo enganche tanto. Habrá que atribuirlo a las tramas paralelas y a ideas filosóficamente perversas, como que el único refugio que encuentran los supervivientes –sudados, tensos, dramáticos– sea una cárcel. Para que el apocalipsis zombi no resulte tan siniestro, queda la esperanza de una mujer embarazada, pero lo que mantiene la estupefacción del espectador no son los buenos sentimientos sino las asquerosas escenas de persecución, con amputaciones, decapitaciones y ríos de sangre a granel.

16-III-13, Sergi Pàmies, lavanguardia