"Educación: el primer, y peor, engaño", Gerard Costa

Convivir profesionalmente con la universidad pública, durante años, permite aportar un análisis y un diagnóstico, como mínimo desapasionados, sintetizados en la frase final de la película Blade Runner: “He visto cosas que no creeríais, momentos que espero que no se pierdan en el tiempo”.

He visto crear, desde el poder público, hasta 236 campus universitarios. Generados desde el vértigo inmobiliario, aportan un modelo donde casi el 30% de las carreras tienen menos de 40 alumnos de primer ingreso que, en general, la sociedad no va a necesitar ni, por supuesto, a emplear.

He visto una sociedad donde los padres exigen poder enviar a sus hijos a la universidad y los hijos exigen poder alargar sin prisa sus aficiones juveniles. El resultado es un sistema donde leemos máximas como “si todos aprueban, esto marcha; si ningún estudiante fracasa, la enseñanza triunfa”. Todo ello nos conduce a una fábrica de títulos devaluados, a un agujero negro de recursos públicos y a la necesidad de cursos posteriores para intentar dar empleabilidad a estos universitarios.

He visto adorar el proyecto Erasmus de los estudiantes, el que según Umberto Eco era la revolución sexual que aportaría la primera generación de verdaderos europeos. Un proyecto liderado holgadamente –en número de participantes– por España, que envía alumnos a universidades como la de Bari (en Italia), donde, como dicen las redes sociales, “no hay ni que ir a clase”, y muchos menos a las universidades alemanas que nadie escogería para la gran farra final.

He visto el mal de la politización de los gerentes de la universidad pública, su servilismo al poder público y la creación de megaestructuras (asesores, jefes de gabinete, secretarios y muchos, muchos directores). España ha innovado al autocalificarse como “campus de excelencia”, sin ningún rigor ni valor. España ha mantenido los grados de cuatro años en una Europa que adoptaba preferentemente el modelo de tres años, causando desajustes, costes, y nuevos cambios en el futuro: todo ello para evitar las reducciones necesarias de las universidades públicas.

Podemos aprender de modelos como el norteamericano, con una selección real a la entrada; del modelo finlandés, volcado en apoyar al profesorado; o del modelo indio, basado en la competitividad, la competitividad y la competitividad. Pero antes deberíamos cambiar nuestra estructura: no aceptar gerentes con poltrona que vuelvan a hablarnos de la “modernización hacia la excelencia”.

Hoy, una vez más, el diagnóstico internacional sobre nuestro modelo universitario público habla de despilfarro económico, y, aún peor, de favorecer una sociedad que ya no puede permitirse desperdiciar tantos esfuerzos y tantas ilusiones de las próximas generaciones.

24-III-13, "Esfuerzos dilapidados", Gerard Costa, profesor de Dirección de Márqueting de ESADE, lavanguardia