"Partidos políticos y decadencia democrática", John William Wilkinson

Les pasa algo a los partidos políticos históricos en toda Europa, algo a todas luces aciago. Presentan un aspecto de paciente en declive irreversible y, para más inri, resulta que ellos mismos van cerrando los hospitales que podrían salvarlos.

La gran sorpresa de las últimas elecciones en Italia ha sido el magnífico resultado cosechado por el popular cómico Beppe Grillo y su Movimiento 5 Estrellas, que apenas contaba con financiación o un programa realizable. Debe su éxito a la calle y a las redes sociales; por eso se ha erigido en un serio aviso para los navegantes que tripulan las anticuadas y sobrecargadas naves que transportan los otros partidos hacia la inevitable zozobra y desguace final.

Pero aún siendo Italia un útil espejo en el que mirarse la política y la economía españolas, lo que está pasando con los partidos históricos del Reino Unido también merece ser tomado en consideración. Porque si algún país miembro de la eurozona sintiera la tentación de abandonarla, antes de dar un solo paso en esa dirección, le convendría estudiar con sumo cuidado el caso británico, pues pese a presumir de vivir en el mejor de dos mundos y creer mantener a Bruselas subyugada, va camino de meterse en unos berenjenales realmente colosales.

Al adentrarse Gran Bretaña en la díscola década de 1960, uno de los únicos cambios significativos que se había producido desde la Segunda Guerra Mundial –y tal vez la primera– en el discurrir político de la nación fue que el Partido Laborista había desbancado al Liberal como alternativa a los conservadores. Los militantes de estos partidos se contaban por millones. Los Jóvenes Conservadores se jactaban de ser la mayor organización de este tipo más allá de las fronteras de la URSS o de China.

Aunque siempre reticentes a la hora de facilitar estadísticas, la Central Office de los Conservadores admitió en 1951 contar con 2.850.000 afiliados. El Partido Laborista, en cambio, era menos cauto. Con razón: si en 1965 la militancia rozaba los seis millones y medio, cuando ganó por primera vez las elecciones Margaret Thatcher, en 1979, alcanzó los 7.236.00 gracias, en gran parte, a los sindicatos. En la década de los Beatles, los experimentos con drogas y el misticismo oriental, los dos partidos principales junto con los minoritarios –Liberal, Comunista, Nacionalista…– sumaban diez millones de militantes.

Al acceder el laborista Tony Blair al poder en 1997, la militancia de su partido apenas superaba los 400.000; a finales del 2007, había bajado a 177.000. Cuando David Cameron ganó en las urnas en mayo del 2010, el Partido Conservador contaba con 290.000 afiliados, cifra que ahora se acerca a la de los laboristas en 1997. Esto significa que, en una sola generación, la afiliación a los partidos políticos ha bajado del 20% al 1% de la población.

¿Cómo se explica tamaño batacazo? Entre otras razones, porque los partidos que movían las masas se apartaron de la militancia de base, al tiempo que cayeron en manos de asesores a sueldo y banqueros sin escrúpulos. Dicho de otra manera: de contar con el apoyo de las masas pasaron a ser partidos de los amos de los medios de comunicación de masas.

Por otra parte, el índice de participación en las elecciones ha seguido la misma senda. Desde la introducción en la década de 1920 del sufragio universal, se mantuvo en un promedio de 75%, hasta alcanzar en 1951 el 84%; y no experimentó ninguna variación de importancia antes de que, de repente, en las elecciones de junio del 2001, descendiera al 59,4%, o, en las del 2005, al 61,3%. Esta marcada tendencia a la baja coincide con el alejamiento en masa de la fe religiosa, como, asimismo, con el auge de los nuevos sistemas de comunicación inalámbricos.

Mientras los dos grandes partidos se convertían en herméticas y jerárquicas empresas ajenas a las necesidades reales del pueblo –ambos obcecados en disputar un centro desdibujado–, ha ido en aumento la desconfianza generalizada, de mano de las novedosas maneras de atraer y difundir la opinión de las masas.

Lo malo de este declive es que los partidos, asustados e inseguros, en vez de volver a sus raíces, contratan a cada vez más asesores, spin doctors, think tanks, magos, gurús, espías, hackers y vayan a saber quién o qué más. Eso sí, todos espléndidamente remunerados. Pero lo que es peor, puesto que ya no cuentan con las cuotas de las bases para financiarse, han caído en la trampa que les ha tendido los verdaderos poderosos. Es más, los políticos, después de tanto consultar con supuestos expertos, sólo parecen interesados en infligir ya no sólo con insidiosos y desproporcionados impuestos a los contribuyentes, sino con un sinfín de normativas y prohibiciones capaces de cabrear a incluso el más dócil de los ciudadanos.

Hay más. En la Gran Bretaña de 1900, los gobiernos locales obtenían el 90% de sus ingresos dentro de sus propias circunscripciones. Llegados a la manirrota década de 1960, ya no recaudaban ni la mitad. En el 2000, el 90% procedía del Gobierno central. Es decir: sólo un siglo había bastado para invertir la pirámide. Las consecuencias saltan a la vista.

Mientras zozobran los partidos tradicionales, suben como la espuma los movimientos populistas rabiosamente ultranacionalistas, antieuropeos y xenófobos. Como el UKIP (Partido de la Independencia del Reino Unido) o el aún más siniestro neofascista BNP (Partido Nacional Británico), que, fundado en 1982, es el único partido con cierta veteranía en alza.

En el corazón de la bella y bucólica Inglaterra, sobre los tejados de las típicas casitas rodeadas de flores que suscitan historias de retorcidos asesinatos, ondean ahora cada vez más banderas de san Jorge, una cruz roja sobre fondo blanco, que es la inglesa. Pronto se sabrá si también es la de los inmigrantes. El señor Cameron y los partidos ultranacionalistas están en ello.

31-III-13, John William Wilkinson, lavanguardia