"Europa: reforma, cisma, unidad", John William Wilkinson

Cuando cruzas Francia en coche de sur a norte por las antiguas calzadas romanas, en un punto indeterminado, tal vez a la altura de Poitiers, te percatas de que las casas construidas con delgados ladrillos de inspiración mediterránea han dado paso a unas moles de contundentes tochos luteranos.

Efectivamente, una imperceptible línea divide la severa Europa protestante del más etéreo universo católico. La Unión Europea, creada tras siglos de cruentas guerras religiosas sobre las ruinas de las carnicerías de la primera mitad del siglo XX, es un nuevo intento –el milenario sacro imperio romanogermánico feneció en 1806– de fusionar lo romano con lo germánico. Pero, apariencias aparte, y una vez superadas las diferencias religiosas y nacionales, se diría que todavía existen dos europas genéticamente programadas para, a la primera oportunidad, helarle el corazón la una a la otra, que diría el poeta.

Hay estudios científicos que explican por qué no se llevan los perros y los gatos. Serían carne y uña si no fuera porque se expresan en idiomas antagónicos. El perrito, para expresar su alegría de ver un gatito la mar de simpático, menea la cola a toda velocidad, que en el lenguaje corporal del gatito es un gesto amenazante. Esta es la razón por la que el horrorizado felino también levanta la cola y adopta la postura gatuna para defenderse a muerte ante tamaña agresión perruna.

Lo mismo puede decirse de los adustos ademanes de la canciller Angela Merkel al verse ante las gesticulosas súplicas de los políticos mediterráneos. Se expresan en lenguajes dispares. Sin embargo, en esta Europa cada vez más descreída, todo el mundo comparte, lo quiera o no, una base común, que es el cristianismo. La incomprensión que persiste en las relaciones entre católicos y protestantes –o, en todo caso, entre sus escépticos herederos– es análogo a la que enfrenta el gato al perro. El novelista inglés converso al catolicismo Evelyn Waugh explicó con acerada sencillez el por qué: los protestantes van a misa porque se creen buenos, mientras que los católicos lo hacen porque se saben malos y confían en que sus pecados serán absueltos en el confesionario tantas veces como haga falta.

La señora Merkel es hija de un pastor luterano y sabe que, si afloja, sus implorantes colegas del sur no tardarían ni cinco minutos en volver a las andadas. Es más, puesto que estos se empeñaron en emprender las ineludibles reformas de abajo arriba, salvándose a sí mismos y a sus amos de las penurias colaterales, sabe que sólo ha de aguardar a que la marea del descontento suba hasta borrarlos del mapa. Llevan en la frente su fecha de caducidad: septiembre del 2013, que será cuando, si todo sale según el plan trazado, la canciller saldrá de la urnas más poderosa que nunca. Faltan cinco meses de infarto, medio año escaso para completar el derrumbe del sur. Un plazo que ciertos desnortados políticos sureños aprovecharán para avivar las brazas del fanatismo, que, según definición de George Santayana, consiste en redoblar los esfuerzos una vez olvidada la meta.

Con todo, como señaló el malogrado Tony Judt, los tres padres de la unidad europea –Robert Schuman, Alcide de Gaspari y Konrad Adenauer– eran católicos que se hablaban en alemán. La UE dio su primer paso en Roma, en 1951. Los seis ministros de Exteriores allí presentes en la firma del tratado eran demócratas cristianos. Un papa polaco y otro alemán han ocupado durante los últimos 35 años el trono de Pedro, periodo que ha sido testigo del colapso de la URSS, la reunificación de Alemania, la introducción de la moneda única y la ampliación de la UE hasta contar con los 27 estados miembros actuales. Y todo esto se ha logrado sin disparar un solo tiro.

Por el camino, millones de europeos, tanto católicos como protestantes, han perdido la fe. Las vetustas y bellas iglesias son de los pocos remansos de paz que quedan entre tanto griterío. Pero no hay que rascar mucho para dar con el poso religioso que cada europeo lleva dentro. François Hollande ha descubierto con sorpresa que una parte substancial de la Francia de la que es presidente ocultaba un alma católica a prueba de toda reforma protestante o del laicismo republicano más feroz.

Hace un año, en la Universidad de Oxford, el evolucionista ateo Richard Dawkins y el entonces arzobispo de Canterbury, Rowan Williams, se liaron en un encendido pero pacífico debate sobre el origen último del ser humano. Salieron airosos de la lid dialéctica los monos de Darwin. “Con la Biblia se quería explicar en realidad el concepto de pecado”, zanjó el jefe de la iglesia anglicana. Y pensar que lo primero que hizo Tony Blair, nada más abandonar Downing Street, fue abrazar con fervor la fe católica de su esposa, Cherie; fe, por otra parte, que comparte con los dos papas de Roma: el bávaro que va y viene en helicóptero y el bonaerense que llegó para quedarse en taxi.

Son tiempos de grandes cambios, hasta en la manera de pensar, comer, vestirse, gesticular o, incluso, financiarse, que es el gran reto al que se enfrentan desde ya los distintos credos y sus respectivas iglesias, amén de los partidos políticos europeos.

Si es reelegida, Merkel quizá podrá celebrar, en el 2017, en calidad de canciller alemana y señora y ama de la UE, el quinto centenario de la Reforma protestante. El merchandising ya ha puesta a la venta enanitos Lutero, calcetines que lucen leyendas suyas e incluso una cerveza que ostenta su nombre.

Es curioso, pero quizá la verdadera unión de Europa no dependa tanto de una moneda única o de una banca unificada, sino de la comunión de sus principales credos. No hace falta otro Kulturkampf, que a fin de cuentas fracasó, sino una nueva Reforma. Quizá esta vez venga del sur.

12-V-13, John William Wilkinson, lavanguardia