"Crisis y contravalores", Rafael Nadal

Creíamos que la crisis actuaría de revulsivo, que removería nuestras conciencias, que comportaría un cambio colectivo de prioridades y que pondría otra vez de moda valores y actitudes relacionados con el esfuerzo, la superación y el bien común. Pero no parece que la tragedia que sufrimos tenga los efectos pedagógicos que todos augurábamos. Seguramente porque los valores no se introducen en un solo día, ni dependen de grandes discursos, sino de la transmisión lenta y ejemplar en todas las esferas públicas y privadas de la sociedad.

Los valores son el fruto de años de conductas ejemplares que se transmiten en el ámbito familiar, pero también en la escuela, en la calle, en el trabajo, en las competiciones deportivas, en las manifestaciones culturales o en el mundo audiovisual. Y dependen de manera muy particular de los comportamientos de las clases dirigentes, que pueden actuar como referentes positivos o promover contravalores y actitudes negativas. Este último es, tristemente, nuestro caso.

En los primeros compases de la crisis, la sociedad demostró una voluntad extraordinaria de sacrificio, de sobreesfuerzo y de servicio. Pero los líderes no estuvieron a la altura. Nadie acudió a canalizar estas fuerzas en el proyecto colectivo que la gravedad de la situación reclamaba. Al contrario, asistimos a la descomposición de las instituciones y de los liderazgos, que ya no han dejado de proyectar sobre la sociedad la fuerza negativa de la inhibición, la cobardía y la corrupción.

Confiábamos en que en algún momento tomarían conciencia de su responsabilidad y que intentarían redimirse volcándose en el servicio a la sociedad. Hemos esperado inútilmente que las instituciones rectificaran y que los líderes se pusieran al frente del proceso de regeneración que la sociedad reclama, pero la respuesta ha sido un mayor sectarismo y una conjura partidaria aún mayor –incluida la defensa de los corruptos–.

Algún día saldremos de la crisis, pero no con la fuerza de las lecciones aprendidas, sino con una nueva pérdida de valores, con menos confianza colectiva y con mucha más propensión al cultivo de los privilegios privados. Seguramente ha aumentado la solidaridad como mecanismo de autodefensa de las clases medias y populares, pero ha desaparecido como eje de la acción pública.

Nuestras clases dirigentes tienen, pues, la responsabilidad principal en la degradación de nuestra sociedad. En primer lugar instituciones, partidos y líderes políticos, que se han enrocado para no afrontar las reformas en profundidad, para no afectar el clientelismo, para no tener que dar la cara, y para no perder los privilegios. No han regenerado la política ni han reformado la administración. Los poderosos no se han ni planteado sacrificar una pequeñísima parte de sus privilegios en favor del equilibrio social que les garantizaría la riqueza futura.

En el mundo de la economía, las finanzas y la empresa, los liderazgos todavía han resultado más decepcionantes. De la mano de principios como la movilidad, la productividad o la globalización –aparentemente neutros desde una perspectiva moral–, se han multiplicado sutilmente contravalores como el individualismo, la competencia desmesurada, la sobrevaloración del éxito, la victoria a cualquier precio, la ostentación y la obsesión por el enriquecimiento y el lujo. Esta es una tendencia que venía de antiguo, pero ahora se le ha añadido el menosprecio a valores como la cohesión, el arraigo, la estabilidad, la solidaridad y la creación de riqueza.

Muchos ejecutivos parecen quintacolumnistas de la economía especulativa; no hablan nunca de crear riqueza, de mejorar productos, de distribuirlos mejor, de hacerlos llegar a nuevos mercados, de descubrir talento, de desarrollar territorios. Sólo hablan de reducción de gastos –a costa de quedarse sin talento y sin capital– para conseguir una foto magnífica de las compañías y ponerlas en venta. En esta crisis, las empresas ya no se hacen pequeñas como en crisis anteriores, sino que desaparecen y cuando llegue la recuperación europea no estarán ahí para aprovecharla. Y lo mismo pasará con el tejido social devastado por las últimas políticas públicas. ¿Dónde han estado estos últimos meses la solidaridad, el compromiso o simplemente el espíritu de servicio de las entidades financieras y de las administraciones?

12-VII-13, Rafael Nadal, lavanguardia