Ellsberg, Manning, Snowden... los whistleblowers ¿son espías o héroes cívicos?

Se reunían en una granja y allí intercambiaban experiencias. Era un grupo de apoyo para filtradores o informantes. Whistle-blowers, en inglés: literalmente, los que tocan el silbato. C. Fred Alford, profesor de filosofía política en la Universidad de Maryland, asistió durante casi un un año a estas reuniones. Las compara con Alcohólicos Anónimos. Sus integrantes habían denunciado ilegalidades o irregularidades en su lugar de trabajo y por ello habían sufrido represalias: el ostracismo profesional o el despido.

Edward Snowden, el hombre que filtró a la prensa documentos sobre la vigilancia por teléfono e internet de Estados Unidos, es el ejemplo más reciente de whistleblower o informante. Se suma a una lista de informantes famosos. La lista incluye a Daniel Ellsberg, que hace cuatro décadas divulgó los papeles secretos del Pentágono sobre la guerra de Vietnam, y al soldado Bradley Manning, que en el 2010 entregó a la organización Wikileaks centenares de miles de documentos del Pentágono y del Departamento de Estado.

Los informantes –celebridades como Snowden o anónimos como los que estudió el profesor Alford para escribir en el 2001 el ensayo Broken lives and organizational power (Vidas rotas y poder de la organización)– están hechos de un material especial.

Es arriesgado generalizar: Snowden o Ellsberg, que expusieron secretos de Estado y eran muy conscientes de lo que hacían y de las represalias a las que se exponían, son casos aparte.

“Creo que la mayoría de whistle-blowers son personas bastante conservadoras”, dice Alford. “No son radicales de derechas ni de izquierdas”.

La mayoría de informantes a los que entrevistó durante su investigación eran hombres adultos que trabajaban para la administración, no manejaban secretos de Estado y cumplían con las normas. Uno de los entrevistados le dijo una vez: “Yo no estaba en contra del sistema. Yo era el sistema”. Y añadió: “Simplemente no me di cuenta de que había dos sistemas”.

“Por cada Edward Snowden hay quinientos o mil whistle-blowers de los que nunca oímos hablar”, continúa Alford. El caso típico de denuncias de informantes en EE.UU. (no necesariamente a la prensa: también pueden ser denuncias a superiores u organismos independientes) afectan materias poco mediáticas, alejadas del glamur del espionaje, como el fraude en la sanidad pública para los mayores de 65 años.

La ley estadounidense protege a los whistle-blowers, pieza esencial en el engranaje democrático de este país e imprescindible para que los poderosos rindan cuentas ante los ciudadanos. Otra cosa es que oficialmente se reconozca que personas como Snowden o Manning lo sean. La justicia de EE.UU. los considera espías o traidores, como le ocurrió a Ellsberg con la Administración Nixon. En inglés, whistle-blower tiene connotaciones positivas que traducciones castellanas como filtrador o soplón no tienen.

Alford describe al informante medio como una persona ingenua. “Muchos de nosotros aprendemos a ser cínicos. Aprendemos que lo que la gente dice y lo que la gente hace son cosas distintas –explica–. Y con frecuencia los informantes se sorprenden más que el resto de personas cuando se dan cuenta de que no, de que la gente miente rutinariamente”.

Los whistle-blowers suelen presentar síntomas de lo que Alford llama “narcisismo moralizado”. Son severos consigo mismos cuando se miran ante el espejo. “Se enfadan mucho cuando cometen actos con los que se corrompen a sí mismos, cuando se les pide que hagan cosas que les harán sentirse corruptos, que les harán creer que no pueden vivir a gusto consigo mismos –dice–. La mayoría de nosotros aprendemos más o menos a hacer lo que se nos pide como parte de nuestro trabajo: irnos a casa, levantarnos por la mañana, acostumbrarnos a vivir con esto”.

El filtrador rompe la cohesión del grupo. Debe elegir entre el bien de la organización en la que trabaja o lo que él entiende por justicia. O entre los supuestos intereses nacionales y otros fines más elevados e idealistas.

Ellsberg entregó los papeles del Pentágono en 1971 para que se conociesen las mentiras y crímenes de EE.UU. en Vietnam, lo que en su opinión ayudaría a detener la guerra. Snowden ha justificado su decisión de filtrar los papeles de la NSA (la agencia de espionaje electrónico) por patriotismo, porque cree que los programas de vigilancia erosionan la privacidad y las libertades básicas de los ciudadanos.

Las consecuencias para Edward Snowden, que permanece en un aeropuerto de Moscú, son inciertas. Puede acabar juzgado en Estados Unidos y en prisión –los cargos que el Departamento de Justicia ha presentado contra él contemplan penas de hasta treinta años– o refugiado en otro país.

Para el común de los informantes quizá las consecuencias no sean tan contundentes, pero también son menos novelescas. Denunciar fraude o irregularidades en la organización a la que uno pertenece les altera la vida. Thomas Drake, por ejemplo: un informante de la NSA acusado de espionaje por la Administración Obama que perdió un empleo bien remunerado y ahora trabaja en una tienda de Apple.

En un artículo reciente en la revista canadiense Maclean’s, la periodista Julia Belluz citaba estudios científicos que hace unas décadas ya registraban los efectos devastadores para los informantes. “Tocar el silbato representa una de las formas de disidencia más amenazantes para una organización, y es probable que provoque una hostilidad considerable y varias formas de represalias de la organización”, se lee en un informe publicado en 1989 en la Public Administration Review, en Estados Unidos.

En 1993, el British Medical Journal publicó un estudio basado en entrevistas a 35 whistle-blowers australianos. Ocho habían perdido el trabajo, diez había sido degradados en su rango, otros diez acabaron abandonando supuesto por motivos de salud relacionados con la victimización que sufrieron. Catorce vieron su salario rebajado. Quince empezaron a medicarse después de “tocar el silbato”. Diecisiete pensaron en suicidarse.

“Esta gente está traumatizada”, dice Alford. En vez de darles las gracias por denunciar injusticias, se les persigue. “No están preparados para este nivel de represalias”. Los colegas, añade Alford, dejan de hablarles, “les tratan como parias”. Son como un espejo que devuelve una imagen poco amable de quienes les rodean. “Lo que los whistle-blowers hacen es mostrarnos al resto lo cobardes que somos”.

14-VII-13, M. Bassets, lavanguardia