el eterno dilema de la libertad: ¿hay que defender también la de los liberticidas?

        Es un espinoso dilema, una prueba de fuego para las convicciones. ¿Cómo defender los derechos de quienes han pisoteado los de sus opositores siempre que han podido? ¿Cómo dar la cara por alguien que ha querido destruirte?

Los activistas egipcios de derechos humanos han acogido el golpe militar contra Mohamed Morsi con sentimientos encontrados. No le echarán de menos. Desde la caída de Mubarak, no se han cansado de denunciar la connivencia islamista con el Estado profundo (los poderes fácticos del viejo régimen). Los Hermanos Musulmanes no estaban cambiando el sistema sino sólo tratando de hacerlo suyo.

Las señales de alarma se encendieron cuando, bajo la primera junta militar, los islamistas callaron ante los crímenes del ejército: pruebas de virginidad, torturas, asesinato de manifestantes...

Luego, la Constitución redactada por los islamistas dejó intacto el artículo que permite juzgar a civiles en tribunales militares, blindó el presupuesto del ejército, que el Parlamento no puede supervisar o ni siquiera negociar, y estipuló que el ministro de Defensa debe ser un militar.

Morsi no emprendió la reforma radical del cuerpo de policía, para hacerlo democrático y profesional, como había prometido. “Se limitó a ofrecerles incentivos salariales e impunidad para ganárselos –dice Mohamed Zarea, del Cairo Institute of Human Rights Studies–. Pudo elegir entre satisfacer las demandas de quienes le habían votado o las del Estado profundo. Prefirió a este”.

Los islamistas no sólo cerraron los ojos, también fueron agresores. Utilizaron matones para amedrentar violentamente a sus opositores: manifestantes, periodistas, jueces... Y a los activistas. Los Hermanos recurrieron a la táctica de Mubarak: acusarles de ser agentes de las potencias extranjeras. Tenían a punto un proyecto de ley para “regular” las oenegés: un intento de amordazarlas o, directamente, eliminarlas.

El enemigo ha caído pero los activistas no tiran cohetes. “Temo que la ola de violencia y represión que venga ahora sea incluso peor que en tiempos de Mubarak –admite Zarea–. Sobre el papel tenemos un presidente interino y un nuevo Gobierno, pero ¿quién está detrás? El ejército. Y nunca le han importado un pimiento los derechos. La represión se ejercerá primero contra los islamistas, luego contra el resto”.

La matanza de 51 manifestantes islamistas ante el cuartel de la Guardia Republicana confirma los augurios. Quince oenegés han condenado un “uso desproporcionado de la fuerza” sea cual sea su origen, y han pedido una investigación. El comunicado denuncia no obstante que los Hermanos no son sólo víctimas: sus líderes incitan a la violencia y sus seguidores están matando y sembrando el terror por el país.

“Los islamistas están luchando por su supervivencia y eso les hace muy peligrosos. Es su última batalla v la van a llevar hasta el final”, advierte Zarea, que aboga porque el ejército no intente desmantelar por la fuerza el campamento pro-Morsi en El Cairo. “Sería un desastre. Si se produce otro incidente será como arrojar gasolina al fuego. Estamos al borde de una guerra civil”.

No todos los activistas están dispuestos a salir en defensa de los Hermanos Musulmanes. “Es un grupo que está dispuesto a sacrificar a los suyos para conseguir un objetivo político. ¿Cómo se responde a eso?”, dice Hisham Kasem, veterano luchador por los derechos humanos.

La represión militar contra los islamistas hace temer que Egipto retroceda a los años noventa. “La diferencia es que en esta ocasión no habrá mucha gente defendiéndoles –dice Kasem–. Lo que ocurrió en la Guardia Republicana fue una violación de los derechos humanos en toda regla. Lo denuncio, pero no voy a ir más lejos que eso. No voy a volver a coger mi coche como hacía en 1995 para cruzar el desierto y poner mi vida en peligro para defender a un terrorista que sufría torturas. Lo siento, ya no. Después de ver cómo son cuando alcanzan el poder, para mí esta gente es una amenaza a la democracia”.

14-VII-13, G. Saura, lavanguardia