"El escote: mirar o no mirar", Carles Casajuana

No hace mucho, en los jardines de la plaza de Oriente de Madrid, paseando de buena mañana –cuando me levanto, me gusta salir a caminar un rato–, vi a una chica desnuda y un hombre y una mujer que le hacían fotografías. La chica era muy delgada, pero no estaba desprovista de los atractivos que animan la mirada masculina. Seguramente era una modelo. Iba cambiando de posición, medio tumbada en el suelo, y no se tapaba, pero tampoco se exhibía. Simplemente, estaba desnuda y no se escondía.

Recordé la escena domingo pasado, leyendo en estas páginas el artículo de Sergi Pàmies sobre el protocolo del escote (“La filosofía del escote”, 4/VIII/2013). Pàmies tiene razón: últimamente la moda femenina tiene tendencia a la exhibición de la parte superior de los pechos, una tendencia que la temperatura estival acentúa, y los hombres no sabemos qué tenemos que hacer. ¿Mirar? ¿Apartar los ojos? En los lugares más impensados –en el banco, en el autobús, en la sala de espera del médico– tropezamos con mujeres que lucen un escote considerable, como si estuvieran en la playa. Hay escotes que recuerdan el mostrador de una frutería. Los ojos se nos van allí –la naturaleza tiene estas cosas, qué vamos a hacer–, pero la cabeza nos dice que el escote no es ninguna invitación a nada y que, si nos soltamos, nos pondremos en evidencia como cavernícolas.

Pàmies, sosteniendo que el protocolo de actuación en este caso no está resuelto, pedía un debate público sobre el asunto y nos animaba a opinar, aun advirtiendo que le interesaban sobre todo las opiniones femeninas, lo que encuentro muy comprensible. A mí también son las que más me interesan, de manera que hice una pequeña encuesta casera entre las tres mujeres de mi familia que pasan estos días conmigo. Las tres me dijeron claramente que mirar es de mal gusto, pero con matices: la abuela piensa que los hombres siempre miraremos, porque no nos podemos privar. La madre –mi mujer–, que depende de la situación y de la relación entre el hombre y la mujer, pero que en general mirar abiertamente es una falta de respeto. Y la hija, que una mirada rápida para tomar nota del escote, todavía, pero que todo lo que pase de eso es ponerse en evidencia.

Es una cuestión en la cual entran en juego el pudor, la discreción, la curiosidad, la admiración, el buen sentido, la urbanidad... Entran en juego el animal que todo hombre lleva dentro y la racionalidad que se supone que tiene que controlarlo, las hormonas y las neuronas. Por un momento, antes de sentarme a escribir estas líneas, me he preguntado si no es que Sergi y yo nos hacemos mayores y que, como hace treinta años las chicas no exhibían pecho con tanta naturalidad, nos fijamos más de la cuenta, mientras que los jóvenes están acostumbrados y ya no hacen caso. Pero he recordado las sensaciones que me provocaban las minifaldas de antaño y me lo he sacado de la cabeza. Para los ojos de un joven sano, la piel desnuda es una invitación difícil de rechazar. Pobres chicos de hoy, lo deben pasar peor que yo entonces. O mejor, vaya.

  Supongo que, en este asunto, como pasa en tantos otros, el cómo es como mínimo tan importante como el qué. Es decir: la cuestión no es si se mira o no se mira, sino cómo se mira. Hay miradas simpáticas, hay curiosas, lascivas, acariciantes, furtivas, viscosas, francas, avergonzadas, descaradas, temblonas, fascinadas... Las hay que son halagadoras y las hay –seguramente muchas más– que son asquerosas. O sea que depende. Y supongo que es también una cuestión de medida, como tantas cosas en este mundo. Una cosa es mirar un segundo, como para apreciar o agradecer los atractivos que se ofrecen a la vista, y otra no tener ojos más que para el escote. Y también depende del lugar, de la situación –no es lo mismo una discoteca que una gestoría, pongamos por caso– y de la mujer en cuestión, de si muestra que quiere que la miren o no. Es un terreno resbaladizo. Mirar puede ser ofensivo. No mirar, según cómo, también. Cuando un hombre se interesa por el cuerpo de una mujer, la mujer lo suele acusar de interesarse sólo por su cuerpo. Pero si no se interesa, a veces la mujer lo acusa de interesarse por el cuerpo de las otras.

En todo caso, por si alguien tiene curiosidad, yo, aquel día en los jardines de la plaza de Oriente de Madrid, cuando vi que la chica estaba posando desvié la mirada y, muy british –por algo he vivido en Inglaterra cuatro años–, pasé de largo. Seguramente quedé como un señor. Aquella chica no se estaba exhibiendo: estaba trabajando. No era cuestión de quedarme allí como un pasmarote. Ahora bien: mentiría si no reconociera que tuve que hacer un esfuerzo por mantener el paso y que no me faltaron las ganas de volver. Todavía ahora, escribiendo estas líneas, hay una parte de mí que piensa con pesar que nunca sabré cómo eran los atractivos que aquella chica ofrecía a los ojos de los paseantes tan de buena mañana.

10-VIII-13, Carles Casajuana, lavanguardia