"Turismo: los nuevos exotismos", Sergi Pàmies

Para distanciarse del turismo masificado cada vez son más las personas que se otorgan la condición de viajeros. Con buenas intenciones, buscan circuitos alternativos y aventuras irrepetibles. Después, cuando regresan y les preguntas qué les ha emocionado más, se les ilumina la mirada y afirman: “La autenticidad”. Esa autenticidad, justificada por la sana voluntad de viajar respetando el medio y las culturas que se visitan, suele reducirse a clichés de pobreza hospitalaria y espontánea. Si eres un jubilado austriaco que vive cómodamente en una casa con jardín en la periferia de Viena, aunque seas un austriaco la mar de auténtico nunca podrás competir con la autenticidad de un pescador africano que sobrevive gracias a una barca construida por sus antepasados.

   Entendida como oportunidad de redención, la autenticidad seduce por el contraste entre nuestro bienestar material y su superioridad espiritual y tiene una aureola moralizadora y paternalista que proporciona al viajero una experiencia terapéutica (el antropólogo Renato Resaldo hablaba de “nostalgia imperialista”).

Hiperexplotada, la autenticidad se ha convertido en una variante de la industria turística. En broma, podemos imaginar a los pescadores africanos y de otros lugares susceptibles de atraer este tipo de sensibilidades escondiendo cualquier indicio de comodidad material para no defraudar a sus visitantes. Más allá de este esfuerzo por desmarcarse del turismo depredador, la curiosidad de conocer formas de vida auténtica siempre ha existido. El problema es que, como fenómeno ambivalente (destruye y aporta riqueza de manera simultánea), el turismo ha explotado tanto esta sed de autenticidad que la ha corrompido por saturación. Los falsos pintores bohemios de Montmartre, por ejemplo, son una recreación de la autenticidad entendida como simulacro de una época que, por razones de rentabilidad, conviene limitar a un perímetro temático y transformar en escenografía. Y cuando tras horas de viaje y gestiones misteriosas el viajero-aventurero logra asistir a una ceremonia de magia negra, a una boda aborigen o a un concierto de percusión, aunque se sienta un privilegiado por acceder a un momento de auténtica autenticidad, no es tan diferente del guiri arquetípico que hoy entrará en un tablao de Barcelona convencido de haber encontrado el duende flamenco.

La demanda, sin embargo, sigue evolucionando y obliga a encontrar lugares cada vez más auténticos y remotos (los lugares comunes de mañana). El turismo masificado, en cambio, lleva tiempo admitiendo abiertamente su falta de escrúpulos y su superficialidad. Convierte ciudades y países en parques temáticos donde todo está programado para complacer a los visitantes y donde todos actuamos con la convicción de estar viviendo una experiencia artificial. Auténticamente artificial, quiero decir.

12-VIII-13, Sergi Pàmies, lavanguardia