"La España de Cádiz" (2), Juan-José López Burniol

Quise dedicar esta entrega a la obra de José Cadalso, escrita a medio camino entre la Ilustración y el Romanticismo, en cuyas Cartas marruecas –publicadas en 1789– se denuncia el atraso en el cultivo de las ciencias como una de las causas principales de la decadencia española, junto con la fractura interna, las numerosas guerras y la fuerte emigración. Pero la lectura de un libro reciente de Miguel Herrero de Miñón ( Cádiz a contrapelo. 1812-1978, dos constituciones en entredicho) me ha hecho pensar –tras constatar, con Quevedo, la temprana aparición en España de una casta asentada sobre el Estado, que se considera usufructuaria exclusiva y excluyente de este– que procede ponderar las causas del secular enfrentamiento de los españoles entre sí.

Herrero destaca con solvencia una de ellas. Parte de la desmitificación de la Constitución española de 1812, que pasa por ser el hito fundamental de la nación española, fundada a su vez en otros dos mitos: el goticismo de raíz castellana como esencia de la nación española y la recuperación de las libertades patrias. La Pepa, al grito de “Españoles, ya tenéis patria”, pretendió fundar la identidad española en la cristalización institucional de una de las dos Españas gestadas a lo largo de los siglos precedentes. Es decir, la Constitución gaditana no surgió del consenso nacional, sino de la opción de media España –si es que fue media– contra la otra media. Por ello, se presentó desde su origen y, sobre todo, en su aplicación práctica como un trágala determinante de la certera caracterización de la España decimonónica como Mater Dolorosa (Álvarez Junco). Si bien, esta concepción reduccionista de la nación española –basada en el unitarismo uniformista que consagraron los constituyentes de Cádiz– tiene unas raíces más racionalistas que historicistas, más dogmáticas que empíricas y más afrancesadas que castizas.

Nadie discute que la Constitución de 1812 se incluye en el ciclo de las constituciones revolucionarias, pero no es originaria –¿existe algo originario salvo la causa primera?– sino derivada. Tres son, al menos, las tradiciones que arriban a Cádiz: 1. la neoforal castellanista, que reivindicaba una hipotética constitución histórica de España identificada con Castilla como continuadora de la monarquía goda. 2. la foralista o filoaustracista de los antiguos reinos de la Corona de Aragón, que era favorable a la organización politerritorial de la monarquía suprimida por los decretos de Nueva Planta y mantenida en Navarra y el País Vasco, es decir, defensora del restablecimiento de las instituciones propias de cada territorio sin poner en cuestión la unidad del Estado organizado, en consecuencia, sobre un modelo horizontal y no vertical; esta corriente eclosionó con la crisis de 1808 hasta rayar en lo federalizante, razón por la que tanto alarmó a las autoridades madrileñas, y 3. la racionalista y liberal, de raíz francesa, siempre viva en la Ilustración española.

De estas tres corrientes, salió triunfante la tercera, apoyándose mucho en la primera. Así, el racionalismo ilustrado de los constituyentes asumió el centralismo asimilacionista de la corriente neoforal castellanista propugnadora de una España vertical, fundándola –de un lado– en el mito goticista de unidad peninsular (con raíz leonesa e incluso astur), esto es, en la creencia de que el reino visigodo configuró España como “una” sola monarquía; y basándola –por otra parte– en la hegemonía peninsular castellana producto de factores diversos: geográficos, económicos, demográficos, militares y constitucionales, como los mayores poderes atribuidos al rey en Castilla.

En síntesis, a juicio de Herrero, las Cortes de Cádiz intensificaron el asimilismo castellano y frustraron las posibilidades de una organización federal e incluso confederal de la monarquía. Y, asimismo, el unitarismo uniformista así generado ha impregnado la historia constitucional española, frustrando en su día las opciones autonomistas alternativas a las sublevaciones independentistas de Cuba y Filipinas, del mismo modo como hoy se muestra incapaz de resolver las reivindicaciones nacionalistas en la Península. Puede hablarse del fracaso de la Constitución de 1812 por un exceso de racionalismo que le hizo prescindir de la realidad circundante, hasta el punto de que la evolución constitucional española durante los dos últimos siglos se caracteriza por un paulatino abandono de las pautas de 1812, hasta llegar a cristalizar, en 1978, en lo que podría considerarse como el revés de la Constitución de Cádiz dentro del marco de un lento ocaso del centralismo.

Pero la organización territorial uniforme, homogénea y centralizada incoada en Cádiz, restablecida en 1833 y que hizo definitiva la Constitución de 1837, ha marcado la vida española de los últimos dos siglos. Es por ello indisociable de sus crisis.

10-VIII-13, Juan-José López Burniol, lavanguardia