tres cuartos de siglo después, en España aún hay vencedores y vencidos

 

A raíz de la multitudinaria beatificación de 522 mártires el pasado domingo en Tarragona se ha vuelto a hablar del perdón y, más concretamente, del perdón público que, según algunos sectores de dentro y de fuera de la Iglesia, debería pedir la jerarquía eclesiástica por haber dado apoyo al golpe de Estado de Franco contra la II República y por la complicidad posterior de los estamentos católicos con el bando rebelde y la larga dictadura. 

El asunto es embrollado porque debe partir de varias verdades que, habitualmente, se mencionan por separado y de manera sesgada. Dos ejemplos, tomados de un libro de lectura obligada, La pólvora y el incienso, del historiador y monje de Montserrat Hilari Raguer. Por una parte, en 1960, el obispo Pla y Deniel, que fue arzobispo de Toledo, seguía defendiendo su ideología de la “cruzada por Dios y por España”. Por la otra, el cardenal arzobispo de Tarragona Vidal i Barraquer, uno de los cinco prelados que se negaron a firmar la carta colectiva de 1937 de los obispos en favor del Alzamiento, lo cual le obligó a morir en el exilio. En medio, el vendaval de las violencias, también sobre curas, religiosos y laicos creyentes: “No se puede negar –escribe Raguer– la trágica realidad de las matanzas del verano del 36, pero es confusionario pretender que el terror hubiera durado hasta el final de la guerra”. Y el mismo experto añade que “los extremistas de la zona republicana no tuvieron en España la exclusiva de los homicidios” y que, en el conjunto del país, “la represión blanca fue bastante más cuantiosa que la roja”.

Los hechos probados se van encadenando de manera rabiosa. La mayoría de la jerarquía católica se puso al lado de los fascistas mientras muchos católicos (fueran partidarios o contrarios a la República) fueron víctimas de la violencia de grupos fanáticos –sobre todo las patrullas de la FAI– que las autoridades republicanas no controlaron. A esta realidad hay que añadir que, en la España franquista, durante y después del conflicto, el nuevo régimen contó con la colaboración eclesial para llevar a cabo una represión sistemática y oficial sobre los perdedores, concretada en delaciones, depuraciones, encarcelamientos, torturas y ejecuciones. En 1936, los más exaltados explotaban los recelos de las clases populares ante una Iglesia aliada de las fuerzas reaccionarias, a pesar de que en aquella época –y especialmente en Catalunya– también iban surgiendo colectivos católicos de mentalidad moderna, como la Federació de Joves Cristians de Catalunya o Unió Democràtica, fiel siempre a la República. A partir de los sesenta, sectores abiertos de la Iglesia dieron amparo a la oposición democrática. He ahí la complejidad que los dogmáticos del clericalismo y del anticlericalismo no ven.

Para hablar del perdón público (el que tiene una dimensión cívica y política) hay que partir de esta complejidad y de algunas premisas. Primera: es cierto que la dictadura se apropió de los católicos asesinados para construir su propaganda, pero eso no convierte a todos los mártires de la Iglesia en franquistas. Segunda: la democracia, como sistema basado en las libertades y el pluralismo, debe abrazar todas las víctimas, justamente para no caer en la asimetría moral de las tiranías. Tercera: el reconocimiento completo a las víctimas del bando republicano y a los represaliados por el franquismo es una asignatura todavía pendiente y sometida a las inercias de una mentalidad que relativiza la dictadura, presente sobre todo en la derecha española; mientras eso no cambie, la herida continuará abierta. Cuarta: pedir y recibir el perdón público debe ir acompañado del reconocimiento sincero del dolor del otro, un ejercicio que no puede desfigurar nunca el lugar que, en cada contexto, ocupan las víctimas y los causantes de la violencia. Y quinta: todos los grupos tienen derecho a recordar a sus víctimas con dignidad, pero estos actos no pueden utilizarse para perpetuar los campos de batalla ni para promover valores contrarios a los derechos humanos.

Derrida nos advierte que hay que saber a qué llamamos perdón y también quién pide y quién apela al perdón. La pregunta política más delicada siempre es “¿quién perdona?”. El perdón público se fundamenta en una continuidad histórica. La Iglesia de hoy no es la de ayer, pero es su continuadora. Sucede lo mismo con los partidos y gobiernos. Esto no es nunca fácil. El perdón tiene poco que ver con la justicia y mucho que ver con una voluntad de reconstrucción moral. Por eso debe partir de la generosidad y de la inteligencia. Católicos bien informados, como el teólogo Torralba, han escrito que la Iglesia debe pedir perdón “para tener credibilidad en el mundo y para ser instrumento de pacificación y de reconciliación”. Estoy de acuerdo y pienso que un eventual compromiso de los obispos españoles con el perdón público quizás abriría la puerta a una nueva mirada oficial sobre el pasado. Recuerden que, por ejemplo, el Estado español no ha pedido todavía perdón por la ejecución del president Companys, un gesto que sí han hecho, en cambio, las autoridades alemanas y francesas. Por cierto, en noviembre del año pasado, la Conferencia Episcopal Argentina pidió perdón por su actuación durante la dictadura. Uno de los firmantes fue Jorge Mario Bergoglio.

17-X-13, Francesc-Marc Álvaro, lavanguardia