España cañí -135: el síndrome de la oveja (no somos ciudadanos, seguimos siendo súbditos)

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Estos días he vivido dos situaciones insignificantes que contienen la enjundia de un mismo síntoma. Podríamos llamarlo el síndrome de la oveja. La primera era una reunión en un instituto. El director y su equipo informaban sobre los pormenores del curso a más de doscientos padres. Aunque tenían un micrófono, desde la segunda fila me resultaba casi imposible escuchar lo que decían. Aguzando mucho el oído, trataba de entender sus explicaciones sobre los malabarismos que piensan hacer para tratar de mantener la calidad en la enseñanza pública, a pesar de los recortes, con menos profesores y más estudiantes. Improvisando una trompetilla con las manos, me pareció oír que una de sus mayores preocupaciones es el castigo que sufren los alumnos cuando un profesor está de baja por enfermedad. Por alguna razón misteriosa, durante nada menos que quince días, la Administración no envía un sustituto que ocupe ese vacío. Creí entender, también, atando cabos entre las palabras que lograba oír, que los conflictos entre los chavales ya no suceden en las aulas, sino en las redes sociales. Creo que la jefa de estudios nos alertó sobre la importancia de vigilar a los adolescentes cuando se enfrascan en el ordenador. Pero no sé si eran imaginaciones mías. Me pregunté qué podrían estar escuchando los padres de las filas del fondo si yo, en las primeras, apenas alcanzaba a entender algo. Como nadie protestaba, pensé si no me estaría quedando sorda. Los padres que tenía cerca parecían escuchar con naturalidad. Al rato, tomó la palabra una profesora menuda que gesticulaba con un hilo de voz, ahora sí, completamente inaudible. Llegados a este punto, me escurrí hacia el estrado y dije tímidamente que creía que no se les oía bien. Entonces el director dio unos golpecitos al micro, constató que estaba apagado, pidió disculpas y lo encendió. La voz de la profesora se escuchó por todo el pabellón con un sonido amplio y claro y el mundo volvió a parecer normal. ¿Cómo es posible que doscientas personas hubiéramos permanecido impertérritas, más de una hora, simulando escuchar una charla inaudible, incapaces de reaccionar?

Lo siguiente sucedió en un tren. Adormecida, empecé a tener mucho frío. Muchísimo. Sabemos que el aire acondicionado es un arma letal en manos de sádicos anónimos, pero, avanzado el otoño, pensé que tanto frío era cosa mía y me cubrí con todo lo que pude. Cuando me levanté para ir a tomar algo caliente, lo que vi a mi alrededor parecía un campamento de refugiados. Cientos de pasajeros se enroscaban entre sus prendas de abrigo, ateridos, cubriéndose la cabeza a duras penas, sufriendo en silencio el castigo de un simple mecanismo de aire, con la voluntad reblandecida o la capacidad de reacción de un rebaño de ovejas. Avistado el síntoma, me pregunto cuál es la causa.

1-XI-13, Clara Sanchis, lavanguardia