"Amor y matrimonio", Luis Racionero

En la boda se invierten los papeles: la novia va de blanco y el esposo de negro; en realidad, el blanco es un color solar y debería corresponder al masculino, en tanto que el negro es el color de la noche y lo umbrío y debería asociarse con el eterno femenino, como los trajes de la Reina de la Noche de la ópera de Mozart. Hay una notable asimetría entre la mujer y el hombre en cuanto a su aspecto exterior y ornamentación, asimetría que no se da en otras especies animales, donde el macho es tan aparatoso, vistoso y llamativo como la hembra y muchas veces la supera. Entre los humanos, la regla general es que el hombre parezca una oruga desvalida y cenicienta al lado de la mariposeante y variopinta mujer.

Así sucede en las bodas. Quien haya sido novio alguna vez habrá sentido, es de suponer, esa sensación de que allí no pinta demasiado, de que es un alfil en el juego donde la reina absoluta es la novia. En la civilización occidental se da un hecho sociológico fundamental que casi alcanza ribetes religiosos: es la devoción del hombre hacia la mujer, algo más general que la propia devoción del marido por la esposa. ¿De dónde proviene esta religión de la mujer que no está organizada como iglesia, pero que corre pareja con ésta en las convicciones más profundas de la sociedad?

En un principio existía el matriarcado, del cual quedan reminiscencias considerables en los pueblos del Mediterráneo: la devoción a la Virgen, las procesiones, las alfombras de flores, las imágenes de la Virgen con el niño, los símbolos lunares. Este es el substrato de la sociedad mediterránea, donde tiene tanta importancia el binomio madre-hijo, mucho más representado en el arte religioso que la pareja esposa-marido (véase el libro de Johann Jakob Bachofen Das Mutterrecht). Después de miles de años de sociedad matriarcal, se instaura el patriarcado hacia el año 1200 antes de Jesucristo con la invasión de los pastores nómadas arios que ocupan India, Oriente Medio, Grecia e Italia, donde fundan Atenas y Roma encima del substrato matriarcal prehistórico. Cuando entran en Italia son tan nómadas que, por no tener, no tienen ni mujeres, que han de quitarles a los sabinos en ese acto de rapiña colectiva, una especie de piratería y violación en masa a partir de la cual se fundó Roma. Con los arios se cambia la religión del eterno femenino y la Gran Diosa Madre por un panteón patriarcal de dioses masculinos y guerreros.

Cada cultura ha encauzado de una manera original la transición del deseo sexual al amor; esa formulación ha tenido diversas manifestaciones a lo largo de los siglos, y por ello no es asimilable al concepto y a las formas de lo que hoy se llama amor en Occidente. El amor en Occidente fue inventado por una fusión de elementos célticos venidos del Norte, que confluyen en el medio económico y cultural idóneo de Occitania y germinaron en el mundo de los trovadores y cortes de amor de Catalunya-Languedoc del siglo XII.

Pero, ¿y el amor entre los antiguos, Ovidio, el amor platónico? ¿Acaso el amor no existía en Grecia y Roma? No en su forma actual. El paso del deseo al amor es, en Ovidio, una caza, en Platón una exaltación a la visión intelectual; tanto en una como en otro, el sexo no se involucra en el pensamiento, sino que se deja en el plano físico, dentro de la agradable desenvoltura con que los antiguos ordenaban las relaciones entre sexos. Es, en todo caso, en Gilgamesh, la epopeya sumeria anterior a la Biblia, donde aparece el tema de la obsesión mental amorosa, unida –curiosamente– al tema céltico del paseo por el amor y la muerte.

El precedente prehistórico del amor actual, la fórmula artificial por la cual los hombres primitivos pasaron del deseo al amor, eran los ritos mágicos de comunión intersexual, como el intercambio de corazones, cuyo eco encontramos en la leyenda del corazón del trovador Guillem de Cabestany, devorado por su dama, y en el sueño de Dante en La vita nuova.

A partir del instinto predatorio patentizado en Ovidio, matizado por el idealismo platónico de Diotima, unidos ambos por el vínculo que supone el emocionalismo reflejado en el poema de Gilgamesh, nacido del trasfondo mágico de la prehistoria, se llega a la refundición de todos estos aspectos en una síntesis nueva que se cristaliza en Andalucía hacia el año 900, por la aportación del sufismo musulmán y las costumbres cortesas venidas de Bagdad; de allí pasará a Occitania donde, al enriquecerse con la tradición céltica de los bardos, dará eclosión al mundo de los trovadores, para pasar más tarde, tras el genocidio cátaro, a Italia, donde la escuela de Dante le dará la forma definitiva en que se ha incorporado a la cultura occidental.

Hay en esa época dos clases de amor en Occidente: el amor cortés y el caballeresco; uno es cultivado por los trovadores, el otro por los caballeros andantes. La caballería es un ideal ético y estético; por una parte, la piedad religiosa con un tinte de virtud compasiva, de fidelidad a la dama y a la religión; por otra parte, un componente estético de fantasía heroica y sentimiento romántico, cuya apoteosis, por reducción al absurdo, es don Quijote.

El romanticismo, que fue un renacimiento de los ideales del cristianismo y la caballería, tenía que ensalzar inevitablemente el amor hasta el punto de que rompió la costumbre de los matrimonios de conveniencias para instaurar la época actual de los matrimonios por amor. Las grandes novelas del siglo XIX, como por ejemplo Madame Bovary, deben la tensión de su argumento a los conflictos entre el matrimonio de conveniencias y el amor romántico, tema heredado en nuestros tiempos por las películas de Hollywood. Así como el patrimonio significa etimológicamente las ocupaciones del padre, el matrimonio –que viene de matri munus, carga, deber u oficio– es el oficio de la madre. Por eso mismo resulta completamente lógico que en la boda, que también se llama matrimonio y no patrimonio, la figura fundamental de la ceremonia sea la novia.

2-XI-13, Luis Racionero, es/lavanguardia