España cañí -138: el problema no es la ley, sino una aplicación de grotesco esperpento

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Poco antes de que me caduque el carnet de conducir, descubro que cerca de casa acaban de abrir un establecimiento donde puedo pasar la preceptiva revisión médica para renovarlo. Me acerco a informarme y me dicen que me lo pueden hacer al momento. Accedo. La chica de recepción me comunica que el doctor está disponible y me envía a un minúsculo despacho al fondo del pasillo. Un doctor de origen iberoamericano me atiende, muy amablemente, en un catalán tropical. Parapetado tras la pantalla de su ordenador, me hace siete preguntas médicas de sí o no, de aquellas que ocultan un drama tras cada sí, y al responder con siete noes, me felicita y me pide que dé un giro de noventa grados. En la pared de pladur veo un optímetro. Le pregunto si debo ponerme las lentes de leer o no. Tras casi cuarenta años de ser un cuatroojos, un ataque de coraje insospechado me empujó a someterme a los rayos láser para vencer al astigmatismo, pero la presbicia ha contraatacado y ahora las uso para leer. Me dice que no hace falta que me las ponga y cuando me invento alegremente la última línea de letras y signos del optímetro sonríe, sin darle ninguna importancia. Con la misma amabilidad me pide que me encierre en la única estructura sólida de la sala, una cabina insonorizada, y que me encasquete los auriculares. Las instrucciones son claras: escucharé señales acústicas y deberé levantar la mano del lado en que las escuche. Pero no oigo casi nada. O son pitos ultrasónicos o estoy fatal. Levanto las manos al azar, como si hiciera estiramientos, y salgo. Me dice que es normal, que el aparato es muy nuevo.

Antes de que pueda volver a sentarme, él se levanta y me conmina a volver a la recepción para pasar el examen psicotécnico. Nos despedimos cordialmente y rehago el camino del pasillo. Hay otro despacho, pero la chica de la recepción me dice que la recepcionista titular está de baja y que, si no me importa, me examinará allí mismo, en el mostrador. Accedo. Me hace tres preguntas, tres. La última es: "¿Has padecido algún trastorno psíquico?". Tres noes más tarde, levanta los ojos de la pantalla por primera vez (hasta ahora podría haber estado jugando al Candy Crush), me dice que hemos terminado y que son 81,90 euros. Aceptan tarjetas. Pago (con tarjeta). Mientras tecleo el pin, ella imprime un din A4. Es un permiso provisional para tres mesos con el logo del Ministerio del Interior pero sin ningún sello ni signatura. Un simple impreso. Salgo a los diez minutos de haber entrado. Treinta días más tarde me llegará a casa el carnet de conducir nuevo. En el extracto de la Visa leo "Serv. Sanit. 81,90¿". Un concepto que más de una esposa celosa podría malinterpretar.

3-XI-13, Màrius Serra, lavanguardia