República Centroafricana: otro colapso de Estado entre el terror y la barbarie

Womboni Yvette les había pedido a sus hijos que volaran. Les aconsejaba que corrieran con todas sus fuerzas si tenían miedo. A dos de ellos les pilló la muerte antes de que pudieran aprenderlo. La semana pasada, un tipo uniformado dio un portazo a su casa de Bouca, en el centro de la República Centroafricana, y prendió fuego al tejado. Dos hijos de Womboni, de 5 y 7 años, murieron calcinados. Como el horror necesita las palabras justas para hacerse entender, Womboni baja la mirada y arranca un hilo de voz que es un llanto: "Les había dicho que corrieran si oían tiros, pero se quedaron en la habitación. Intentaron escapar, pero no les dejaron salir. Les encerraron y quemaron todo con ellos dentro. También mataron a mi hermana". A su vecina, que no consiguió refugiarse a tiempo en el bosque como sí hizo Womboni, la cogieron unos metros más allá. Los atacantes tampoco gastaron balas con ella. "La degollaron como se degüella a la cabras -dice-, le agarraron de la cabeza y zzzit". A una distancia prudencial, escucha Hyacinthe Bokolo. Pide "s'il vous plaît" contar lo que vivió. Desde unos matorrales, vio cómo le cortaban la mano a su vecino, quien se revolvió malherido y pudo huir al bosque. No ha vuelto a verle más.

La espiral de violencia e impunidad que desangra desde hace meses el país centroafricano ha llevado al país al colapso. En marzo, la coalición de varios grupos rebeldes del norte, los Seleka -alianza en lengua sango-, tomó el poder por la fuerza, con ayuda de mercenarios de Chad y Sudán, y convirtió la excolonia francesa en una pesadilla. El pago por la victoria fue el pillaje de sur a norte. Con un único idioma: la violencia y los asesinatos de civiles a tiros o a machetazos. En apenas 90 kilómetros de la carretera entre Batangafo y Bouca hay decenas de aldeas arrasadas. En muchas no se ve un alma: la mayoría han huido al bosque, donde malviven sin agua potable y a merced de enfermedades e infecciones. Hay decenas de miles de personas desperdigadas por los campos.

En las carreteras del interior del país, cualquier motor de coche desata el pánico. Cuando los habitantes de la zona oyen un coche acercarse piensan que es un vehículo de Seleka y huyen despavoridos dejando un rastro de ropa olvidada detrás. Hay que esperar unos minutos para que, tras observarnos desde la distancia, empiecen a dejar sus escondites y se acerquen a hablar. Patrick se acerca a una clínica móvil de Médicos Sin Fronteras, la única oenegé que no se ha marchado de la zona, porque quiere contar su sufrimiento. Aún tiene el miedo pegado en la piel y pide que le cambiemos el nombre. "Llegaron encima de camionetas y empezaron a disparar desde los coches. Mataron a una mujer. Los demás huimos y robaron nuestras cabras y todo lo que teníamos", dice.

Bouca es el último escenario de la barbarie. Es casi una ciudad fantasma. De sus 27.000 habitantes, apenas quedan tres mil. Desde hace una semana, 2.500 de ellos viven apelotonados en el patio de una misión católica dirigida por una monja italiana. El despliegue de soldados de la Fomac (Fuerza Militar de África Central) ha reducido la tensión, pero los que aún tienen casa, tienen miedo de volver a ella.

CAR mapBouca es también la advertencia de que el conflicto puede convertirse en un peligroso choque de religiones pese a que musulmanes y cristianos han vivido en paz en la zona durante decenios. Los Seleka, disueltos sobre el papel en septiembre por el autoproclamado presidente Djotodia, son musulmanes -no extremistas- en un país con el 80% de población cristiana. Hartos de los abusos de los exrebeldes, la mayoría cristiana se ha organizado en grupos de autodefensa llamados antibalaka (antimachete). Su origen está en las antiguas bandas de protección de los cultivos ante la llegada de los ganaderos musulmanes del norte, a quienes consideraban extranjeros y con quienes se disputaban el control de pozos y tierras. En muchas ocasiones se trata de tipos con arcos y flechas, machetes o escopetas de caza hechas a mano. En otras, de personas movidas por el odio y con el más que probable apoyo de exsoldados partidarios de Bozizé, el presidente depuesto en el golpe de marzo. Y asesinos también. A las cinco de la mañana del 9 de septiembre, un centenar de antibalaka arrasó el barrio musulmán de Bouca y mató a medio centenar de musulmanes. Zenaiba Marthe perdió a su marido en el ataque: "Los atacantes gritaban '¡avanzad, avanzad!'. Dispararon tres tiros a mi marido y lo remataron con machetes. A mí me dispararon pero no me dieron y pude escapar". Tras el ataque, la reacción de la comunidad musulmana, con Seleka al frente, fue arrasar al barrio cristiano. Sin piedad. Hoy hay 675 casas quemadas en Bouca.

Desde hace días, varios organismos internacionales advierten de una atmósfera similar a la de los meses previos al genocidio de Ruanda en 1994. El conflicto se ha enquistado en un vaivén de golpes entre comunidades con el odio y la sed de venganza como gasolina. En Bouca, la comunidad musulmana se ha replegado en apenas una calle, cerca del campamento del ejército, lleno de exmiembros de Seleka. Cuando cae la noche, sólo se oye el murmullo de los más de dos mil refugiados, todos cristianos, en el patio de la iglesia. Justo al otro lado de la ciudad.

30-XI-13, X. Aldekoa, lavanguardia

Los seis hombres saltan del todoterreno con palas, picos y el gesto de quien ha hecho lo mismo cien veces. Son poco más de las seis de la mañana, y los rayos de sol se cuelan entre las ramas de los árboles. Detrás de unos arbustos, a las afueras de la ciudad de Bouca, están los dos cadáveres que venimos a buscar. Uno tiene un agujero de bala en la nuca, y el otro, el cuello cortado en dos. “Al de la camiseta con el número seis lo degollaron”, subraya Jean Paul como si hiciera falta. Pero no hace falta. Todos llevan un pañuelo en la boca para soportar el hedor, cavan rápidamente por turnos y en menos de una hora sólo queda una montaña de tierra fresca. –¿Vais a rezar algo? –No. Uno de ellos coloca la botella, ya vacía, del cloro que han vertido sobre los cadáveres encima de la tumba para avisar de que hay alguien enterrado y nos marchamos de allí.

La muerte y la impunidad reinan en República Centroafricana. Varios testigos –no queda un alma en la aldea porque todos han huido a la ciudad o al bosque– asegurarán en voz baja que los dos eran prisioneros del ejército, que tiene varios miembros en sus filas de la ex Seleka, la coalición rebelde que tomó el poder por la fuerza en marzo. Fueron asesinados y abandonados en la maleza hace una semana. Los dos cuerpos, llenos de larvas y gusanos, son sólo dos gotas de la ola de matonismo que está acuchillando al pueblo centroafricano.

“En los últimos siete meses hemos enterrado a 123 cristianos y a 38 musulmanes”, dice Jean Paul, haciendo una distinción peligrosa. “Algunos –añade– tienen heridas de bala y machete, otros están carbonizados. Hay niños y mujeres, de todo”.

Las fuentes oficiales hablan de más de mil muertos en todo el país. En realidad, es imposible saber la cifra real. Un vecino contó a este periodista cómo los soldados mataron a seis civiles y tiraron sus cuerpos a un pozo cercano. Otras veces se usan letrinas para hacer desaparecer cadáveres incómodos. Pero la mayoría de las veces se dejan tirados con indiferencia entre la maleza. “Desde que la Fumca (Fuerza Multinacional del África Central) llegó hace una semana a Bouca para poner paz, aparecen más degollados en el bosque. Asesinan sin hacer ruido para que no vengan a decirles nada”, asegura un vecino.

El colapso del país ha desatado la barbarie. Milicias descontroladas de ex Seleka o aquellos que ahora forman parte del ejército campan a sus anchas. Y actúan sin reglas. Los vecinos, demasiado asustados para permitir publicar sus nombres, denuncian casos de heridos arrancados de ambulancias para ser matados en el acto o de asesinatos de pacientes en una cama del hospital.

La guerra mata de varias formas, además. Más allá de los 61.000 refugiados en Chad, Camerún o los dos Congos, hay 400.000 desplazados internos que se agrupan en campamentos y varios miles que han huido en desbandada hacia el bosque. Los casos de malaria han aumentado un 30%, y siete de cada diez enfermos de VIH o tuberculosis han abandonado el tratamiento. Una mordedura de serpiente puede ser sentencia de muerte, o una pequeña herida en el bosque si se infecta. Y suele infectarse.

La batalla por el poder, lejos de dar visos de acabar, se esquina cada vez más. Los Seleka son una coalición de fuerzas rebeldes originarias del norte y musulmanas, con chadianos y sudaneses en sus filas. Muchos hablan árabe y no saben francés. Su llegada al poder significa que, en un país con el 80% de población cristiana, gobierna la minoría musulmana. Y tienen enemigos. Les hacen frente los antibalaka (antimachete), grupos de autodefensa formados por campesinos con armas muy precarias –incluso arcos y flechas–, en los que se han integrado exmilitares fieles al expresidente Bozizé. Aunque se trata muchas veces de resistencia armada ciudadana, también han cometido crímenes contra civiles musulmanes.

A las siete de la mañana, Albert nos sale al paso y nos pide que le escuchemos. Han encontrado otro cadáver y van a enterrarlo. La víctima es un campesino de 30 años que vivía con su madre y al que todos conocían. Fue acusado de traidor por los antibalaka tras vender comida a los musulmanes. Le han degollado. Ayer su cuerpo se pudría al sol a dos kilómetros de la iglesia.

Todas son víctimas de una guerra de entrañas antiguas: tú mueres, yo vivo.

Ni siquiera es por los recursos. Aunque las minas de diamantes financiaron a algunos rebeldes del norte durante la rebelión y hay reservas de petróleo en la frontera con Chad, el control de los recursos no está en el centro de la partida. República Centroafricana es un país pobre sin cimientos de gobierno: para evitar un golpe de Estado –la historia del país está trufada de ellos–, el expresidente Bozizé debilitó al ejército, que luego fue incapaz de detener la revuelta de guerrillas sedientas de pillaje. Y ahora estas están al mando. Después de meses de abusos, el odio al otro y la sed de venganza están detrás de muchas muertes.

Y cuando reina el rencor, no hay movimiento militar más efectivo que dividir entre nosotros y ellos. Entre musulmanes y cristianos. Aunque ambas comunidades han vivido en paz durante decenios, la desconfianza mutua es el primer soplo del tornado de muerte que atraviesa el país. Y el odio cala: en una semana, ni un solo entrevistado admitió que la otra comunidad también sufriera. Ellos. Nosotros.

2-XII-13, X. Aldekoa, lavanguardia