(’propiedad intelectual’:) "¿No era amor?", Imma Monsó
Someter la creación artística al mismo asfixiante control administrativo que los contenidos "prácticos" (noticias, etcétera), como proponen las actuales leyes europeas de propiedad intelectual, puede dar lugar a situaciones ridículas, como que cualquier día la policía entre en el instituto a multar al director porque los chavales no han pagado la licencia del karaoke. ¡Qué digo cualquier día!... Hace un tiempo, en la escuela infantil de Peillac, la Sacem (entidad de gestión colectiva de derechos de autores franceses) pasó a cobrar 75 eurillos porque los alumnos habían cantado a coro Adieu, monsieur le professeur. La canción es un clásico francés de las despedidas de alumnos, aunque no lo bastante clásico: su autor, Hugues Aufray, la compuso en 1969 y está vivo... Por cierto que se enteró y acabó pagando de su propio bolsillo los 75 euros a la Sacem, para evitar la ridícula situación. Observen lo que he dicho: no reprodujeron la canción en un CD, no la copiaron: ¡la cantaron con sus propias vocecitas! ¿Qué habrá sido del amor que los niños sentían por esa canción?...
El caso es que desde que internet ha reavivado el debate sobre la propiedad intelectual la relación entre el autor y el receptor de la obra está sufriendo una extraña deriva. Ejemplo: antes los lectores de mis novelas me decían alegres: "¡Estoy esperando a que mi amiga acabe de leer tu último libro para que me lo preste!", y me sonreían de oreja a oreja esperando emocionarme con su interés por mis textos. Y yo me emocionaba. Ahora se avergüenzan de decir algo así, y en cambio se enorgullecen cuando pueden venir a decir: "¡Yo me lo he comprado!, ¿eh?", y bueno, les sonrío (pero no con emoción, sino con la inmensa satisfacción que me proporciona saber que acabo de ganar o, mejor dicho, de devolverle a mi editor 0,90 euros del anticipo)...
Tiene gracia que la noción de derechos de autor naciera en la Ilustración para proteger a los artistas de los editores y productores que se enriquecían a su costa: en este primer debate de la historia sobre propiedad intelectual, los receptores de la obra se sentían solidarios con el autor. Ahora, este segundo gran debate enfrenta al autor con su público y pervierte la relación de la obra con el receptor. Es un poco como si este último de pronto hubiera descubierto que ese amor que él siente por la obra, tan puro, de repente es un amor interesado.
Quizá el problema es que lo que trata de dirimirse bajo el concepto propiedad intelectual tiene dos vertientes muy distintas: la de los contenidos cuya necesidad nadie cuestiona (manuales educativos, artículos científicos, noticias) y la creación artística, por otro lado, que es siempre un lujo del espíritu. Ambas vertientes son percibidas de forma diferente por el ciudadano y deberían ser objeto de debates separados.
20-II-14, Imma Monsó, lavanguardia